De la inestable sostenibilidad del mercado eléctrico (*) – José A. Rozas

El pasado diciembre se aprobaba la Ley 15/2012, de 27 de diciembre, de medidas fiscales para la sostenibilidad energética. El concepto de sostenibilidad, aplicado a la energía, tiene una triple dimensión: ambiental, técnica y económico financiera. Evidentemente, la mencionada ley hace referencia a la tercera acepción de la palabra atropellando su dimensión ambiental y prescindiendo de los aspectos técnicos que plantea el suministro eléctrico.

En definitiva, la ordenación del mercado eléctrico está sometida a tres tensiones -nunca mejor dicho- no siempre de sencilla combinación: un mercado eléctrico debería de conseguir un suministro energético limpio, económico y estable. ¿Qué ha sucedido al respecto en España desde que en 1997 se inició el proceso de liberalización del mercado eléctrico? El balance es dispar. En el plano de la sostenibilidad ambiental no puede negarse que los resultados han sido satisfactorios. España ocupa una sólida posición de liderazgo mundial en el mercado tecnológico y de producción de energías renovables y el porcentaje de energía eléctrica de este origen supera el 20%. No se puede decir lo mismo de lo relativo a los aspectos financieros del mercado eléctrico.

Pues bien, lo cierto es que no se pueden entender las medidas fiscales para la sostenibilidad energética previstas en la mencionada ley si no se comprende el origen y dimensión del problema que dice venir a atacar -el llamado déficit tarifario- que no es otro sino el del deficiente funcionamiento del mercado eléctrico.

Hasta la década de los noventa del pasado siglo, el mercado eléctrico había sido un servicio público gestionado por empresas que se repartían el mercado con criterios territoriales y estructuras de integración vertical en las que el productor, el distribuidor y el comercializador tendían a coincidir en un único sujeto. Los precios, por descontado, eran políticos.

Una de las políticas europeas más sólida es, sin duda, la que trata de preservar las condiciones de libre competencia en el mercado interior y construir un mercado único de bienes y servicios en el que todos los actores operen en igualdad de condiciones. El mercado eléctrico no podía ser ajeno a este objetivo, consustancial a la UE. De modo que es un propósito bien definido de las instituciones europeas el promover la configuración de un mercado europeo de la energía eléctrica presidido por el principio de la libre competencia. Política fundada en la premisa de que en la medida que el mercado funcionase de forma perfecta se conseguiría un suministro eficiente y económico de electricidad, en beneficio del conjunto de los ciudadanos europeos.

Las características propias de la energía eléctrica, sin embargo, hacen de ella un bien -¿o es quizás un servicio?- reticente a su comercialización en régimen de competencia perfecta.

Así las cosas, el mercado eléctrico español encaró en 1997 lo que se llamó el proceso de liberalización. Se trataba de transformarlo por completo para convertir el sistema descrito en un mercado regido por la competencia en el que los precios se ajustasen al juego de la oferta y la demanda. Para ello se crearon los denominados operadores del mercado. Por una parte, la Comisión Nacional de la Energía, que rige el funcionamiento del sistema. Por otra, Red Eléctrica Española, la empresa que gestiona la red eléctrica por la que se transporta el fluido eléctrico para su distribución a los usuarios. Entre estos y los productores se sitúan las empresas comercializadoras.

En realidad, ni siquiera se ha permitido a los mercados eléctricos, al menos en España, que pudieran fallar, pues han resultado literalmente arrasados por clamorosos fallos de políticas públicas erráticas. La primera entrega de este fenómeno vino protagonizada por lo que se dio en llamar los costes de transición a la competencia. El principio rector de este primer mecanismo de distorsión de los precios de mercado era razonable. Constituyendo la construcción de infraestructuras de generación eléctrica inversiones naturalmente llamadas a llevarse a cabo a partir de planes de negocio dilatados en el tiempo, parecía necesario compensar a quienes los hubieran afrontado bajo la vigencia del sistema precedente por las pérdidas que previsiblemente les habría de deparar la fijación de precios en el mercado libre. Con todo, el pago de estas compensaciones se cubrió con creces, y antes de lo inicialmente previsto.

Este fenómeno, al menos, tuvo la ventaja de que tenía fecha de caducidad. Finalmente, dejaron de devengarse los susodichos CTC. No ocurre lo mismo con el sistema de fijación de precios en el supuesto mercado libre eléctrico. El mercado –regulado por la CNE- funciona conforme a un mecanismo poco transparente. Periódicamente se celebran subastas a las que concurren los productores. Esas subastas determinan el precio del kilowatio/hora para el siguiente período. Lo sorprendente es que el precio en las mismas oscila en función de los costes fijos y variables de los distintos oferentes de energía, fijándose el precio medio que se abonará a todos ellos en función de la cantidad ofertada de cada fuente de energía y de la demandada por las distribuidoras. En la curva de la oferta se escalan todos los oferentes con sus distintos precios en función de sus costes. El punto en el que se cruza con la de demanda fija el precio de mercado que durante el siguiente período se pagará a todos los productores. Este curioso mecanismo determina que el margen comercial sea muy distinto, para cada generador de energía, en función de cuál sea su particular estructura de costes y la cantidad de energía ofertada por el resto. Si a esto le añadimos que las grandes empresas están a los dos lados de la subasta, ofertando energía como generadores y demandándola como comercializadores, es fácil entender que las posibilidades de forzar los resultados de la subasta son considerables.

Si ya de por sí, el sistema descrito no es un primor de transparencia, lo peor viene cuando al precio que surge de dicho mercado se adicionan otros pagos. Entre estos sobrecostes, el más popular es el de las primas que se abonan a las energías renovables, sobre las que volveremos en seguida, pero no es ni el único, ni el menos razonable de todos ellos, ni el más costoso. Hay costes que tienen que ver con el principio de solidaridad, como los llamados extrapeninsulares; otros son de naturaleza técnica, como los llamados pagos por capacidad o los peajes por transporte y distribución. También los hay de naturaleza económica, como el margen comercial que se reconoce a las empresas que distribuyen la electricidad en régimen de tarifa de último recurso. Otros, en fin, de nula lógica medioambiental, como las ayudas al carbón nacional. Todos estos “peajes” evidentemente, distorsionan el precio de mercado de la energía generada. Al productor no se le retribuye en función de sus costes efectivos, sino en razón de los costes que se le reconocen, y no se le paga por referencia a su precio de generación, sino al precio que se le paga al oferente más caro en el punto que se cruza con la curva de la demanda. Al consumidor, por otra parte, no se le cobra tanto en razón de la energía que consume –ni mucho menos de los costes que genera en el mix de producción del que la recibe- sino conforme a unas tarifas de acceso en las que se le van imputando conforme a muy distintos criterios. Si a eso le añadimos que la entrada en el sistema está fuertemente condicionada y regulada, el resultado es un mercado “liberalizado” verdaderamente peculiar.

La diferencia entre los precios y los costes del sistema es lo que ha ido generando el llamado déficit tarifario, que en los últimos ejercicios ha crecido a un ritmo aproximado de 1.500 millones de euros anuales, hasta situarse, según las últimas estimaciones, en torno a los 28.000 millones.

El resultado, desde la perspectiva del consumidor, de toda esta ansiada liberalización no puede ser más desolador: en los últimos 10 años la factura eléctrica se ha encarecido en más de un 70%. Según Eurostat, en 2012 sólo en Malta y Chipre, dentro de la UE, se pagaba la electricidad más cara que en España. En términos de sostenibilidad financiera, pues, a la vista está, el sistema español es un completo fracaso.

Llegamos así a las conocidas “primas de las renovables”, que forman parte de estos “peajes”. Con el objetivo de favorecer la implantación de energías renovables, el Gobierno español optó por un sistema de subvenciones a los productores de este tipo de energías conocido como feed-in tariff, en virtud del cuál se les reconoce el derecho a cobrar unas primas que bonifican el precio por el que la venden en el mercado regulado. La regulación de las mismas pecó de una evidente imprevisión que, eso sí, atrajo un volumen inesperado de inversiones en el sector.

Se había hecho una opción, tal vez excesivamente ambiciosa y poco prudente, por la sostenibilidad ambiental del sistema, sin calcular debidamente los riesgos que la misma tenía en términos de sostenibilidad financiera. Pues bien, algo se había de hacer. En 2007 ya se limitó tímidamente tanto el acceso al sistema de primas como su cuantía. Para 2009 ya se había tomado plena conciencia de la magnitud del problema, se estableció un período transitorio en el que se ponían límites anuales al crecimiento del déficit y se articulaban las primeras medidas para limitar el crecimiento del mismo, que se tradujeron –entre otras cosas- en la modificación del régimen jurídico de las energías renovables, restringiendo radicalmente el acceso de nuevos operadores y tratando de expulsar a otros con exigencias técnicas de todo orden.

No siendo suficientes estas medidas, se aprobó ese mismo año un nuevo RDL, y un tercero en 2012 que frenaban en seco los instrumentos financieros de fomento de las energías renovables. Se anulaba la exención del pago de peajes de acceso del que hasta la fecha habían disfrutado los productores de energías renovables, y se limitaba el número de horas de producción a los que se aplicaría el régimen de retribuciones primadas.

Ciertamente, se han alcanzado, sobradamente, los objetivos de abastecimiento del sistema mediante energías renovables, y se ha estimulado un desarrollo tecnológico en las mismas que las ha transformado en rentables sin necesidad de primas. El problema es el derecho transitorio: ¿Quién paga el déficit que todo ello ha generado? ¿Qué hacer con aquellos operadores a quienes se atrajo con unas reglas de juego que ahora resultan financieramente insostenibles? Entre 2007 y 2012 está claro lo que se ha hecho: cambiarlas para empeorarlas. No cabe duda de que el error de cálculo fue mayúsculo. En derecho comparado no hay otro sistema de primas equivalente en el que no se estableciera cupo alguno de entrada, límite en cuanto a su duración temporal y obligación por parte de las distribuidoras de adquirir toda la producción de energía renovable en tales condiciones. Por eso no se podía seguir así. Pero, claro está, en términos de confianza en el Estado, de seguridad jurídica, lo que tampoco es de recibo es atraer a los inversores con una perspectiva de negocio estimulante y, una vez que han diseñado sus planes de negocio, realizadas sus inversiones y comprometida la financiación de las mismas, modificar el estatuto jurídico del producto –energía renovable- hasta destrozar la rentabilidad de la empresa y comprometer su continuidad.

Así las cosas, el pasado otoño se dio el giro que ha conducido a la Ley 15/2012. La solución ha venido de la mano de la fiscalidad en forma de una batería de impuestos, cuatro nuevos más el incremento del de hidrocarburos en dos de sus conceptos imponibles. De este modo, el coste de la factura se ha hecho recaer –con mayor o menor peso- sobre el conjunto de los generadores de energía eléctrica. A todos, directamente, el Estado les detrae un 7% de la cifra de negocios. A las hidroeléctricas, además, se les detrae un 22% adicional de la susodicha cifra de negocios. Los otros dos impuestos de nuevo cuño se refieren a la generación y almacenamiento de residuos nucleares. Por último, en el impuesto sobre hidrocarburos se sujetan a tributación el carbón –hasta ahora gravado a tipo cero- y el gas natural.

El objetivo es que, en adelante, el déficit tarifario se financie con cargo a los Presupuestos Generales del Estado en lo que no alcancen a cubrirlo los peajes de acceso y distribución satisfechos por los consumidores y los productores. En lugar de reformar a fondo el funcionamiento del sistema se ha decidido quitar con una mano –la impositiva- la que se da con otra –la de los pagos complementarios- en un extraño juego poco transparente, complejo, ineficiente e inequitativo.

La última vuelta de tuerca -¿penúltima?- se ha dado al inicio del 2013. El caso es que la reducción de la demanda eléctrica, sin reducción de la oferta, hace evidente que la partida presupuestaria dotada para atender las necesidades financieras del sistema eléctrico será insuficiente para cubrir el decalaje entre ingresos y gastos. De modo que en el RDL 2/2013 ha adoptado nuevas medidas encaminadas a la reducción de los costes del sistema.

En definitiva, la reforma fiscal de la energía eléctrica acometida a finales del pasado año no parece que vaya a lograr asegurar la pretendida sostenibilidad financiera del sistema. Pese al importante desarrollo que a su amparo han logrado las energías renovables en los últimos años, los reiterados cambios realizados en su régimen regulatorio amenazan su sostenibilidad ambiental: el sistema eléctrico no deja de ser, pues, inestable y vulnerable. No tiene sentido, en estas condiciones, mantener un enmarañado “mercado libre” basado en un mecanismo poco razonable de fijación de precios y trufado de trampas, primas, y pagos complementarios: es hora de revisar el sistema en su integridad; no basta con ponerle parches reduciendo arbitrariamente sus costes al mismo tiempo que se incrementan los ingresos fiscales destinados a cubrirlos.

José A. Rozas Valdés
Profesor titular de derecho financiero y tributario. Universidad de Barcelona

(*) Este trabajo deriva de la ponencia presentada en el Seminario interdisciplinar de profesores de la Facultad de Derecho de la UB celebrada el 18 de abril de 2013. Y se enmarca en el proyecto de I+D DER2010-14799, “Fiscalidad y cambio climático”, financiado por el MEC.

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