El pasado mes de enero David Cameron eligió Ámsterdam para presentar sus ideas sobre el Reino Unido y la Unión Europea. Trataba de emular así el influyente discurso de Margaret Thatcher en el Colegio Europeo de Brujas en 1988 y la menos conocida pero muy sugerente conferencia de Tony Blair en Varsovia en 2000. El primer ministro actual tenía a su favor una larga tradición de diplomacia exitosa en Bruselas desde el ingreso del Reino Unido en 1973: en muchos de los elementos que la configuran, la Unión Europea de nuestros días se acerca al modelo anhelado por sucesivos gobiernos británicos. Por otro lado, Cameron sabía que debía aplacar el sentimiento cada vez más euroescéptico de su partido, a pesar del riesgo objetivo de quedar marginado en el nuevo mapa europeo que, poco a poco, surge con el rediseño de la moneda común. Pesaba asimismo sobre el jefe de gobierno británico su serio error durante la negociación del llamado Tratado fiscal en diciembre de 2011, al amenazar de forma innecesaria con el veto de una eventual reforma de los tratados para incorporar estas nuevas reglas de disciplina fiscal, y conseguir unir a casi todos los estados miembros en su contra. Con su discurso de Ámsterdam, el primer ministro trataba de contentar a sus bases y de recuperar su perfil de líder europeo, al aclarar cuál era su idea de Europa y el futuro del Reino Unido en la UE.
El discurso no pasará a la historia por su tono defensivo, pero contiene algunos aciertos. El primero y más señalado es su mirada global. Pone el acento en que la mayoría de los retos que afrontamos los europeos tienen su origen fuera de nuestras fronteras, sobre todo el de competir en un mercado mundial en el que el reparto del poder económico y político no tiene nada que ver con el que existía cuando se lanzó el euro. El Reino Unido lidera a, más o menos, la mitad de los estados miembros que ven la globalización como una oportunidad, frente a la otra mitad que la entienden como una amenaza de la que hay que protegerse. Desde esta actitud positiva, Cameron entiende que hay que hacer lo posible para mantener la influencia y el peso de los europeos en el escenario multipolar hacia el que vamos, a pesar de que las proyecciones económicas señalan un claro declive del peso relativo de Europa.
Una fórmula que propone para mejorar la competitividad europea es la liberalización de la normativa laboral, en el contexto de la reforma del estado del bienestar, recordando la estadística que suele enarbolar Angela Merkel: Europa tiene el 7% de la población, produce alrededor del 25% de la riqueza del mundo y representa el 50% del gasto global en políticas sociales. Otras propuestas del primer ministro son completar el mercado interior en servicios, energía y economía digital, crear una formación del Consejo para tratar de forma específica este proyecto central de la integración europea, liberar a los emprendedores de un exceso de legislación comunitaria (pero sin especificar qué normas) y desarrollar acuerdos bilaterales de comercio con Estados Unidos, Japón e India.
En la parte que entiendo más criticable del discurso, Cameron reclama que el objetivo principal de las instituciones europeas sea ayudar a sus estados miembros a competir mejor en el mercado global, sin entender que es el conjunto de la UE la que se enfrenta a este desafío. Aprovecha para criticar a la Comisión, como si fuera una burocracia gigante, cuando está claramente mal dotada de recursos para desarrollar todas las tareas que le asignan los tratados (tiene un tamaño inferior al de un ayuntamiento de una ciudad mediana europea). Claramente el primer ministro está hablando para su electorado euroescéptico y por ello no le importa incurrir en el defecto clásico de no comprender el proyecto europeo como un nuevo nivel de gobierno sino como un apoyo al estado nación basado en cooperación internacional, una visión anticuada y poco realista de dónde se ha situado la UE hace tiempo y cuál es la visión que da sentido a la integración desde el principio.
La descripción que hace de su país también es un mensaje electoral y contradictorio, “una nación isleña, independiente, fuerte, apasionada en la defensa de su soberanía… que se acerca a la UE con una mentalidad más práctica que emocional.” Intenta hacer compatible una exacerbada identidad nacional con el frio pragmatismo negociador en Bruselas, una mezcla que ha resultado inmanejable para él mismo. Recuerda las importantes contribuciones de los británicos a Europa en los últimos cien años, desde las victorias en las guerras mundiales a la guerra fría y el apoyo a la ampliación al Este. Pero vuelve a equivocarse al poner en plano de igualdad la apertura al mundo de su país con la participación en el proceso de integración europea, como si las instituciones comunitarias fueran un foro internacional más.
Sus recetas para resolver la crisis del euro y democratizar la UE (dos tareas pendientes y muy relacionadas entre sí) no son muy concretas. Básicamente, Cameron aspira a que los miembros de la eurozona pongan en pie las políticas y las instituciones necesarias para tener una moneda sostenible a largo plazo y que esta nueva arquitectura no afecte negativamente al mercado interior, es decir, no implique una regulación de los servicios financieros sin el nihil obstat británico. Desde el punto de vista de las reformas para mejorar la vida democrática de la UE, el jefe de gobierno conservador se limita a pedir más flexibilidad y diversidad, de modo que cada país pueda decidir el grado de integración que quiere, una idea poco práctica y que deshilacharía al mismo mercado compartido que considera central en el proyecto europeo. Su “herejía”, como él la llama para hacer más interesante su discurso, consiste en sustituir el objetivo clásico de la integración, “una unión más estrecha entre los pueblos de Europa”, por una cooperación intergubernamental flexible, sobre la base de una zona de libre comercio reforzada.
Esta herejía es en el fondo tan canónica y predecible en el ideario nacionalista británico que hace que pierda interés su análisis sobre por qué hay que repatriar competencias desde el nivel europeo al nacional. El británico acierta al pensar que la Unión Europea solo puede tener legitimidad si es una Unión de competencias limitadas. Es ésta una noción realista y que forma parte del nudo gordiano en la resolución de la crisis del euro. El principal problema político de la UE de nuestros días es cómo justifica lo que hace y lo que todavía tiene que hacer, tanto una unión bancaria como una unión fiscal. Hay que repensar a fondo la distribución de competencias entre la UE y sus estados, de modo que se mantenga tanto la flexibilidad con la que la Unión actúa para atender a nuevas necesidades como su limitación material de poderes. Pero la peor forma de conseguirlo es con decisiones unilaterales nacionales como las que propone Cameron, que solo creen en la legitimidad de los parlamentos nacionales a la hora de rendir cuentas a los ciudadanos sobre las políticas europeas, como si no existiese la cámara de Estrasburgo.
El discurso del premier británico cede al final a la presión del ala euro-escéptica de su partido y promete, bajo ciertas condiciones y a medio plazo, un referéndum para decidir la permanencia o salida de la UE. Lo primero que hace es pedir tiempo, porque la UE sufrirá importantes transformaciones en los próximos años debido al rediseño en marcha del euro, lo que implicará con bastante probabilidad una reforma de los tratados europeos. En esa negociación su gobierno intentará conseguir una serie de condiciones y opt-outs para proteger la competitividad británica y dejar de aplicar no pocas normas comunitarias –idealmente, sugiere Cameron, otros gobiernos deberían pedir lo mismo, pero allá ellos. Una vez haya un nuevo pacto europeo, el compromiso del jefe de gobierno es someter a referéndum la pertenencia del Reino Unido a la Unión, pero pretende hacerlo después de las elecciones británicas de 2015 (que fácilmente puede perder) y si para entonces está en el poder anuncia que intentará ganar esta consulta.
Una de las omisiones del texto comentado es no explicar a sus socios europeos el referéndum sobre la independencia de Escocia, pactado para el 18 de septiembre de 2014, que tiene sin duda gran repercusión sobre la Unión y es un asunto comunitario y no sólo británico. Un acierto de David Cameron ante el embate nacionalista ha sido controlar la pregunta del referéndum y las garantías del proceso, aunque al permitir la consulta sobre la separación de una parte del Estado multinacional británico haya creado un grave precedente interno y europeo. Tras el probable ‘no’ a la separación el próximo septiembre de 2014, los herederos de Braveheart están dispuestos a aprender del pragmatismo de los ingleses y conformarse con una ronda de negociación en la que Londres transfiera nuevos poderes fiscales al Parlamento de Edimburgo.
Uno de los argumentos que más pesa en el debate a favor o en contra de la independencia escocesa es que el triunfo del ‘sí’ de modo necesario comportaría la salida de la UE del territorio escindido. El Gobierno de David Cameron se ha ocupado de dejar muy claro este extremo, influido tal vez por la rotundidad con la que el ejecutivo español ha subrayado estas reglas europeas del juego ante las reivindicaciones soberanistas en nuestro país. En el informe de 11 de febrero 2013 sobre las implicaciones legales de la independencia de Escocia se deja muy claro que el Estado británico seguiría siendo miembro de la Unión y el nuevo Estado escocés quedaría fuera y tendría que solicitar la adhesión, negociarla y lograr que los términos de ingreso se adaptaran a sus intereses.
La ironía es que mientras Cameron utiliza el argumento europeo frente al separatismo escocés, está contra las cuerdas en su partido por su defensa de la permanencia del Reino Unido en la UE. Cien de sus diputados conservadores han respondido a su discurso presionando para que la consulta británica se celebre cuanto antes, en buena medida por la intensa competencia en sus distritos electorales de los candidatos del Partido británico por la independencia (UKIP), una formación populista en ascenso, que propugna la retirada de la Unión Europea. El voto escocés favorable a la independencia del Reino Unido aumentaría en el caso de una hipotética salida británica, porque en el fondo sería un voto por la interdependencia europea.
José María de Areilza Carvajal
Doctor en Dret per la Universitat de Harvard i professor ordinari de la Facultat de Dret d’ESADE