Juan J. Linz (Juan José Linz Storch de Gracia) murió el pasado 1 de octubre en New Haven (Estados Unidos). Estudió Derecho, Ciencias Políticas y Económicas en Madrid. Completó su formación doctoral en la Universidad de Columbia de la que luego fue profesor hasta que se marchó, a finales de los sesenta, a Yale. A la consternación que provoca toda muerte, máxime si se trata de una eminencia intelectual, se une el dolor por la pérdida de una gran persona; humilde y generosa.
Al profesor Linz tuve la fortuna de conocerlo en el año 1987 en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Cuenca y le oí calificar al régimen franquista, a partir de los cincuenta, como un régimen autoritario. Entonces me molestó lo que yo, desde una ignorancia extrema, juzgué de pragmatismo y hasta de condescendencia con el franquismo. Nada más lejos de la realidad en el profundo demócrata y amante de España que ha sido el profesor Linz. Sólo el paso del tiempo y las lecturas —me lo topé indefectiblemente al trabajar sobre los sistemas de gobiernos presidenciales— me hicieron comprender que los juicios no son ciencia.
La fortuna me sonrió a principios de este siglo y, por mediación de José Ramón Montero —quien me rogó que le llevara Ducados—, conecté de nuevo con Juan Linz y le conté el proyecto de análisis sobre los militares españoles que tenía entre manos. Colaboró con nosotros en el diseño del cuestionario, se vino a Barcelona —cuando ya casi ni viajaba— a hacer con nosotros una primera lectura de frecuencias, estuve —junto con el profesor Magre— trabajando con él codo con codo, en su casa, durante quince extenuantes días, analizando los cruces y esbozando lo que luego sería el libro y gozando de su extraordinaria colección de obras sobre relaciones civiles-militares que regaló a la Universitat de Barcelona. Hizo varias llamadas que desbloquearon el devenir del estudio cuando una parte de la administración militar reaccionó contra un trabajo que no quería ver publicado. Le ofrecimos, porque nos parecía justo, que firmase con nosotros y nunca quiso. «Yo sólo os ayudo, la investigación es vuestra». Nos guió, nos alumbró y nos ayudó sin hacer ruido; casi pidiendo disculpas. No soy discípulo suyo. ¡Ya me hubiera gustado! Soy uno más de los muchos que pueden narrar ejemplos similares. El trabajo fue premiado. Pero mi mayor deuda es lo mucho que aprendí como politólogo, o lo que llegué a disfrutar con sus conversaciones.
Juan era un hombre culto (poseía una de las mejores colecciones de literatura sobre arte que yo jamás he visto) sin ser pedante. Ni era politólogo, ni sociólogo, ni historiador, ni, ni. Cualquiera de esas etiquetas se le quedaba estrecha. Cultivaba las ciencias sociales y las humanidades en su más amplio sentido. Si parece asumido por todos que son cuatro los métodos de comprobación de hipótesis: experimento, estadística, comparación e historia. Resulta obvio que el profesor Linz manejaba con destreza los tres últimos sin ser un obseso de ninguno. Así, toda su obra está, y por eso es científica, sometida al rigor del dato. Era muy capaz de encontrar precedentes en el s. XVII a un acontecer actual. En cambio, no sabía sujetar su obra intelectual a las fronteras de las disciplinas, como tampoco era capaz de someterse a la exigencia de los márgenes espaciales de un artículo de revista (prácticamente no tiene). ¡Cuántos de los actuales gurús de los índices de excelencia quedarían atónitos al contemplar esta “imperdonable” ausencia en su producción! Todos los que le hemos leído, llegamos a amar/odiar sus inagotables excursus casi siempre centrados en su querida España. Su producción es vastísima y diversa, tal y como recogen los siete volúmenes de sus Obras Escogidas, editados por José Ramón Montero y Thomas Jeffrey Miley, y publicados por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Ha trabajado sobre fascismo; nación Estado y lengua; sistemas totalitarios y regímenes autoritarios; democracias, quiebras, transiciones y retos; economía y empresarios en España; partidos y elites políticas en España; e historia y sociedad de España. El profesor Linz es un lujo para la ciencia política, su obra ha generado estanterías de discusiones, muchas de sus definiciones todavía están vigentes y no se vislumbra necesidad de cambio. Si hacer ciencia es hacer avanzar el conocimiento es indiscutible que Linz lo ha hecho y ha contribuido a que otros muchos también lo hagan. Ha sido, es y será, estímulo y referente en muchísimos trabajos. Ha dado consejo y apoyo a todo aquel que se lo ha querido pedir, académicos o políticos, sin esperar jamás el reconocimiento, sin exigir nada
Pero si trabajar con él ha sido un lujo, poder conversar con él ha sido inenarrable. Disfruté oyéndole hablar, con una sonrisa en la boca, de la tesis que dirigió y que dio lugar a la dedicatoria «Al Frente de Liberación Nacional de Vietnam del Sur y a Juan Linz». O recriminándonos que hoy, al hacer un cruce estadístico, no pensásemos por qué lo hacíamos «si tuvierais que volver a pasar las fichas una a una por el ordenador». Me sedujo hablándome con tristeza de un Galíndez fuera de sí, obsesionado con que iba a morir. Me impactó refiriéndose con naturalidad a su maestro Lipset —aunque seguro que de haber podido elegir hubiese elegido a Weber—, a su compañero Dahl o a sus alumnos Eckstenin, Stepan, Valenzuela, Coppedge, Gillespie, Morlino… Me conmovió al decirme que cuando diésemos una conferencia en el Tercer Mundo teníamos la obligación moral de gastarnos allí lo que nos hubiesen pagado. Me habló con dolor de los nacionalismos, al tiempo que me insistió en la condición federal de España y me habló de las bondades del pluralismo federal. Y me enterneció cuando me habló de una juventud con estrecheces económicas y me contó su paso por la Universidad, por el Instituto de Estudios Políticos que entonces dirigía Francisco Javier Conde y su contacto con los militares —que luego le pagarían su traje de graduación en Columbia— cumplimentando sus años de servicio de armas traduciendo del inglés manuales de aeronáutica y libros de instrucciones de aviones y helicópteros.
Cuando uno lee la relación de galardonados con el Premio Príncipe de Asturias allí está el profesor Linz (1987), igual que está entre los premiados con el Karl Deutsch Award (2003); pero sobre todo impacta leer la lista de galardonados con el Johan Skytte —premio concedido por la Universidad de Uppsala y considerado como el Nobel de Ciencia Política—: Robert Axelrod (2013), Carole Pateman (2012), Ronald Inglehart (2011), Pippa Norris (2011), Adam Przeworski (2010), Philippe C. Schmitter (2009), Rein Taagepera (2008), Theda Skocpol (2007), Robert Putnam (2006), Robert Keohane (2005), Jean Blondel (2004), Hanna Pitkin (2003), Sidney Verba (2002), Brian Barry (2001), Fritz W. Scharpf (2000), Elinor Ostrom (1999), Alexander George (1998), Arend Lijphart (1997), Robert A. Dahl (1995) y Juan J. Linz (1996). Entre lo mejor de lo mejor y muchos todavía negándoselo. En cambio él no sabía ser enemigo de nadie. Y los hubo que se empeñaban con terquedad en serlo; pero jamás lograron la reciprocidad. Cuando accedí a la condición de catedrático, uno de los miembros del tribunal, que rezumaba odio por Juan en todos sus poros —algo, dicho sea de paso, que él era incapaz de sentir—, me reconoció que buscaba a Linz por mi trabajo y no lo encontraba. Yo lo había citado en los agradecimientos y él no lo soportaba. Me prometió el voto —cosa que hizo— pero pretendió mi promesa de no citar nunca a Linz. Jamás cumplí su pretensión y jamás la cumpliré.
Ojalá Juan que los simpáticos Mifenses de tu querida Rocío estén contigo allá donde te encuentres. Hubo una noche, en el porche trasero de tu casa, en la que, hablando contigo y con Rocío y contemplando el agua, Jaume Magre y yo creímos verlos; pero eran luciérnagas. Desde la admiración y el respeto, hasta siempre.
Rafa Martínez
Catedrático de ciencias políticas y de la Administración de la Universitat de Barcelona
Sens dubte una gran pèrdua par al món de la Ciència Política i les Ciències Socials en general.