El pasado mes de junio el Consejo de Ministros remitió a las Cortes Generales (Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados, Serie A, Núm. 51-1, de 21 de junio de 2013) el proyecto de ley de la acción y del servicio exterior del Estado, después de que el anteproyecto de Ley, informado por el Gobierno el 1 de marzo, hubiera seguido los trámites prelegislativos necesarios, entre ellos el correspondiente Dictamen del Consejo de Estado (Dictamen referencia 394/2013, de 30 de mayo de 2013). La ley que se pretende adoptar es, a mi juicio, importante y debe ser bienvenida, pues cubre un vacío normativo espectacular, ya que desde la transición democrática en España –y pese a diversos intentos, todos ellos frustrados– no se habían operado en nuestro país desarrollos legislativos en materia de acción exterior. Aparenta ser, por tanto, una ley útil y necesaria, pero, como tantas otras normas legales, sólo lo será si su contenido normativo es realmente útil y adecuado –y si lo es en la medida y con el alcance que sea necesario–, algo que, en mi opinión y atendiendo al texto del proyecto de ley, plantea, como mínimo, ciertas dudas que pretendo desarrollar en este comentario.
Antes de ello, debo indicar también que su tramitación legislativa se desarrollará con una doble coincidencia de interés. Por una parte, el Consejo de Ministros, en su reunión de 19 de julio de 2013, informó el anteproyecto de ley de tratados y otros acuerdos internacionales, que el pasado 25 de octubre ha sido también remitido a las Cortes Generales, que complementará la ley de la acción y del servicio exterior del Estado y cubrirá también un vacío normativo que, cuanto menos, llama la atención. Por otra parte, el pasado 27 de agosto de 2013 el Gobierno de la Generalitat aprobó también la remisión al Parlamento de Cataluña del proyecto de ley de la acción exterior de Cataluña (Butlletí Oficial del Parlament de Catalunya, Núm. 141, de 9 de septiembre de 2013), lo que constituye una iniciativa importante –a mi entender, también útil y necesaria, y sin precedentes en nuestro sistema autonómico, y que será objeto también de comentario en otro apunte.
Sin entrar en un análisis exhaustivo y detallado del proyecto de ley que nos ocupa ahora, diversas son las consideraciones que estimo oportuno formular para poner de relieve las debilidades y los problemas de técnica jurídica que, a mi juicio, presenta este proyecto. Para empezar, voy a referirme a los principios sobre los que debe fundamentarse la política exterior española y los objetivos de la misma. Entiendo aquí que debe valorarse muy positivamente que el artículo 2 del proyecto de ley se refiera a ellos –pese a que la redacción del artículo resulte mejorable, pues opera una confusa mezcla entre fines, principios y objetivos de la política exterior–, aunque sólo sea para compensar la clamorosa ausencia en la propia Constitución de los grandes principios informadores y objetivos que deben regir y fundamentar la política exterior española. En este sentido, frente a las limitaciones derivadas del último párrafo del preámbulo de la Constitución, el artículo 2 del proyecto de ley incorpora unos valores importantes, los califica de inspiradores y fundamento de la política exterior y, entre los objetivos de la política exterior española, plantea, entre otros, el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, la democracia y el Estado de derecho, los derechos humanos, el desarrollo, la solidaridad, la lucha contra la pobreza o la preocupación por el medio ambiente, el cambio climático y la seguridad alimentaria. Se trata de un planteamiento que mantiene una cierta similitud con los objetivos de la acción exterior de la Unión Europea (artículos 3.5 y 21 del TUE) y que evidencia inmediatamente que la conformidad con el derecho internacional y la promoción del multilateralismo –a las que también se refiere el artículo 2.1 del proyecto de ley– quedarían mucho más reforzados si en el proyecto de ley se hiciera directa referencia –como se hace en los citados artículos del TUE– a la Carta de las Naciones Unidas, el marco jurídico e institucional universal por excelencia, que incorpora los principios esenciales del derecho internacional y unos objetivos o propósitos de carácter universal e intemporal. Es decir, el proyecto de ley debía haberse referido de una manera más precisa y clara a los valores fundamentales que inspiran las relaciones dentro de la comunidad internacional; valores y principios que, como es sabido, están encuadrados en el marco de las Naciones Unidas.
En todo caso, cuanto menos, insisto en que es positivo que el proyecto de ley se refiera a ellos, atendiendo a que el anteproyecto inicial prescindía de una referencia a estos principios generales, aunque si la formulaba a los denominados principios rectores de la acción exterior, que se mantiene en el proyecto actual. Está claro que se trata de dos órdenes distintos de principios, unos de carácter más general e informador y otros –éstos últimos– más relacionados con la acción y las pautas de conducta de la actuación en el exterior de los sujetos de la acción exterior de España. Estos principios rectores de la acción exterior, cuya mera formulación evidencia la distinción clara con los principios informadores anteriores, son, tal como los enuncia el artículo 3 del proyecto de ley, el principio de unidad de acción en el exterior, el de lealtad institucional y coordinación, el de planificación, el de eficiencia, el de eficacia y especialización, el de transparencia y el del servicio al interés general.
En este orden de ideas, debe también subrayarse que el proyecto de ley formula en su artículo 1.2 una distinción –presente transversalmente en gran parte de su articulado– entre la “política exterior” y la “acción exterior” del Estado, para así acotar la primera al conjunto de decisiones y acciones del Gobierno en sus relaciones con otros actores de la escena internacional. La distinción, que podría entenderse en clave de que la acción son los medios disponibles para llevar a cabo la política, resulta en el conjunto del proyecto de ley una construcción excesivamente artificiosa y confusa (confusión que ha subrayado el Consejo de Estado en su Dictamen), cuya única justificación parece residir en que el artículo 97 de la Constitución atribuye al Gobierno la dirección de la política exterior del Estado. Es decir, entiendo que se pretende subrayar legalmente que la política exterior es competencia exclusiva del Gobierno y que los otros sujetos de la acción exterior, en particular las Comunidades Autónomas, sólo pueden llevar a cabo una acción exterior “en el ejercicio de sus respectivas competencias, desarrolladas de acuerdo con los principios establecidos en esta ley, en particular el de unidad de acción en el exterior, y con observancia y sujeción a las directrices, fines y objetivos establecidos por el Gobierno en el ejercicio de su competencia de dirección de la Política Exterior” [artículo 1.2.b) del proyecto de ley].
Me parece que se trata de una distinción artificial –que pretende enmarcar conceptualmente lo que es inencuadrable conceptualmente– ya que, por ejemplo y por su propia naturaleza, las actuaciones exteriores –la acción exterior– de las comunidades autónomas en el ejercicio de sus competencias tendrá inevitablemente una orientación política que, en todo caso, como ha establecido el Tribunal Constitucional, no puede incidir en la política exterior del Estado. Es cierto que el Tribunal Constitucional ha insistido, además, en que dentro de la competencia estatal se sitúa también “la posibilidad de establecer medidas que regulen y coordinen las actividades con proyección externa de las Comunidades Autónomas, para evitar o remediar eventuales perjuicios sobre la dirección y puesta en ejecución de la política exterior que corresponde en exclusiva al Estado” (FJ 125 de la STC 31/2010 sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña). No obstante, de aquí a establecer esta distinción conceptual y a negar el carácter político a la acción exterior de las comunidades autónomas (fijando fines, objetivos y prioridades) constituye, a mi juicio, un salto que resulta excesivo.
Por lo demás, se obvia completamente en el proyecto de ley –pues ni se define ni se menciona más allá de la exposición de motivos y como uno de los títulos competenciales para dictar la ley– que, en términos competenciales, lo que la Constitución reserva como competencia exclusiva del Estado son las “relaciones internacionales” (artículo 149.1.3 de la Constitución), que el Tribunal Constitucional, en una jurisprudencia consistente, ha ido acotando, aunque no lo haya hecho de forma exhaustiva. El proyecto de ley ni tan siquiera menciona directamente ni define este concepto de las relaciones internacionales (como también ha criticado el Consejo de Estado) que, según la doctrina del Tribunal Constitucional, son las que se dan entre sujetos internacionales y están regidas por el derecho internacional y, por tanto, constituyen el eje esencial de la acción exterior del Estado y de una política exterior que defina directrices, fines y objetivos. En realidad, el mismo artículo 11.3 del proyecto de ley, siguiendo literalmente la jurisprudencia constitucional, señala de manera negativa los ámbitos en los que, en ningún caso, puede adentrase la acción exterior de las comunidades autónomas.
En la práctica, además, entiendo que el mismo proyecto de ley desactiva esta artificial distinción cuando, de un lado, formula con alcance y contenidos distintos los principios y objetivos de la “política exterior” (artículo 2 del proyecto) y los principios rectores de la “acción exterior” del Estado; o cuando establece que el Gobierno dirige la “política exterior” ciertamente, pero es uno más de los “sujetos” de la “acción exterior” del Estado (artículo 6 del proyecto); o cuando desaparece la “política exterior” en la planificación, seguimiento y coordinación de la “acción exterior”, que se llevará a cabo mediante la Estrategia de “Acción Exterior” y el Informe Anual de “Acción Exterior” (artículos 35 y 36 del proyecto). Es decir, se define esta política exterior y en el proyecto de ley se formulan algunas referencias a las “directrices, fines y objetivos de la Política Exterior”, pero en ningún momento se concreta el alcance distintivo (de naturaleza anormativo) de estas directrices, fines y objetivos, más allá del instrumento de planificación que es la “Estrategia de Acción Exterior”.
Esta confusión no se clarifica tampoco en el capítulo II del título I del proyecto de ley, dedicado a los “Ámbitos de la Acción Exterior del Estado”, ya que lo único que se prevé –en un artículo dedicado precisamente a los “Ámbitos de la Acción Exterior del Estado y su relación con la Política Exterior” (artículo 14 del proyecto de ley, la cursiva es mía)– es que el Gobierno velará para que la acción exterior, en sus distintos ámbitos, “se dirija preferentemente a las áreas o países que se consideren prioritarios para el cumplimiento de los objetivos de Política Exterior”. Prioridades y objetivos a medio plazo que, a falta de mayor clarificación, cabe entender que vendrán definidos, como digo, en la Estrategia de Acción Exterior (artículo 34.1 del proyecto).
En cualquier caso, además, me resultan absolutamente prescindibles, por innecesarios, los propuestos artículos 15 a 32 del proyecto de ley que concretan, para distintos ámbitos de la acción exterior, los principios, objetivos y orientaciones principales. El contenido de esta larga retahíla de artículos no es más que una formulación retórica, general y, en gran medida, banal, de estos principios y objetivos que, a mayor abundamiento, mantienen una perspectiva excesivamente centrada, a mi entender, en los intereses españoles y la promoción de la imagen de España. Ciertamente, ello es importante y la acción exterior debe promover estos intereses y esta imagen, pero no hay duda de que también hay otras claves en la acción exterior de un Estado y otros valores a promover en el exterior si se pretende que España sea una potencia influyente en la escena internacional. Añádasele a todo ello que este listado de ámbitos –que parecen referirse a cada uno de los distintos ministerios o secretarías de estado de la organización del Gobierno– acaba por no resultar exhaustivo –algo que, de otra parte, sería materialmente imposible– y entre ellos no se mencionan algunos de los objetivos de la política exterior de España que previamente se han definido en el artículo 2.2 del proyecto de ley. Así sucede, por ejemplo, y para subrayar uno altamente relevante y absolutamente relegado, con el objetivo relativo a la promoción de sistemas políticos basados en el Estado de derecho y en el respeto a los derechos fundamentales y las libertades públicas.
Asimismo, como dijo el Consejo de Estado en su Dictamen, estos preceptos (artículos 15 a 32 del proyecto de ley) además de innecesarios, resultan inconvenientes y perturbadores, en la medida que pretenden regular y fijar de manera estable, en una norma con rango de ley, fines y objetivos en materias que, por su propia naturaleza, deben responder a dinámicas propias de la acción política y a su evolución y cambio, tanto a nivel estatal como internacional. Ello resulta, además, contradictorio con la concepción de “instrumento flexible” que se pretende de la ley, tal como se establece en su misma exposición de motivos. A mayor abundamiento, muchos de los ámbitos de la acción exterior del Estado contenidos en estos artículos se refieren a materias que son competencia –incluso, en algunos casos, se trata de competencias exclusivas– de las comunidades autónomas, por lo que deberían ser éstas quienes, en el ejercicio de sus competencias, definieran los objetivos y prioridades –que obviamente serán de naturaleza política– en su actuación exterior en estos ámbitos, con el límite de que ello no incida en la política exterior del Estado.
Por otra parte, el proyecto de ley formula una enunciación de los que denomina “sujetos de la acción exterior del Estado” (capítulo I del título I) que constituye una auténtica y confusa amalgama en la que, de un lado, está la Corona (con una regulación en el artículo 4 del proyecto de ley completamente innecesaria, pues no añade nada a lo ya establecido en la Constitución sobre las funciones internacionales de la Corona y que, en todo caso, confunde) y otros órganos constitucionales o de relevancia constitucional, como las Cortes Generales y el Consejo General del Poder Judicial (aunque no están todos estos órganos constitucionales, pues también el Consejo Económico y Social, el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas o el propio Tribunal Constitucional pueden llevar a cabo actuaciones exteriores o participar en reuniones internacionales) cuya regulación, además, está reservada a ley orgánica o que disponen de una reserva normativa específica. De otro lado, se refiere también como sujetos de la acción exterior a las fuerzas armadas, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y a los organismos públicos, sociedades estatales y fundaciones y entidades consorciadas, todos estos sujetos en un mismo plano y con formulaciones genéricas sobre su actuación exterior.
En otro orden de ideas y en relación con el encaje de la acción exterior de las comunidades autónomas –y más allá de lo ya señalado–, el proyecto de ley expresa, en mi opinión, un espíritu excesivamente centralizador y controlador o, cuanto menos, de profunda desconfianza institucional. En este sentido, el artículo 11 del proyecto se ocupa de las comunidades autónomas y lo hace conjuntamente con las entidades que integran la Administración local, mientras que el artículo 12 se ocupa de las oficinas de las comunidades autónomas y ciudades autónomas en el exterior. En este último sentido, ni una cosa (regular conjuntamente las comunidades autónomas y las entidades de la Administración local) ni la otra (destinar un artículo específico a las oficinas de las comunidades autónomas y ciudades autónomas en el exterior) tienen así, en abstracto y a mi juicio, demasiado sentido. Más concretamente, y en lo que ahora interesa, el proyecto de ley establece que la acción exterior de las comunidades autónomas se supeditará a los principios establecidos en esta ley y estará sujeta “a las directrices, fines y objetivos de la Política Exterior fijados por el Gobierno” (artículo 11.1 del proyecto). Algo que nadie discute, aunque no esté claro donde se van a concretar estas directrices, fines y objetivos, más allá de la Estrategia de Acción Exterior.
Sin embargo, el que se prevea –de manera general y no sólo para las comunidades autónomas– que se informará al Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación “de las propuestas sobre viajes, visitas, intercambios y actuaciones con proyección exterior” para que éste pueda informar y, en su caso, emitir “recomendaciones motivadas” sobre su adecuación y, en particular, que se prevea que esta obligación de información en relación con las comunidades autónomas “comprenderá los viajes, visitas, intercambios y actuaciones de sus Presidentes, de los miembros de sus Consejos de Gobierno, de sus altos cargos y de los miembros de sus Asambleas Legislativas” (artículo 5.2 del proyecto) resulta, a mi entender, demasiado sintomático. Más aún, si se le añade que esta información, como se prevé en el mismo artículo, se comunicará también al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. En realidad, más que la letra, es el espíritu de la norma propuesta el que provoca estas suspicacias. En este sentido, no tengo dudas, de un lado, de que todo ello es necesario para que el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación dé cumplida información y apoyo para la proyección exterior, entre otros entes y órganos, de las comunidades autónomas; de otro lado, comparto plenamente la importancia del principio rector de la acción exterior relativo a la lealtad institucional y coordinación que se establece en el proyecto de ley [artículo 3.1.b) del proyecto], pero creo que debe entenderse con un carácter más recíproco del que se traspira tanto en este artículo 3 como en el conjunto del proyecto de ley.
En efecto, este principio de lealtad institucional y coordinación viene referido en el proyecto de ley al “respeto a la competencia exclusiva del Estado, en el marco de las Estrategia de Acción Exterior y de acuerdo con las directrices, fines y objetivos de la Política Exterior del Gobierno”; es decir, unidireccionalmente, de lealtad “hacia” las competencias exclusivas del Estado. Entiendo, y así me he manifestado en otras ocasiones, que uno de los elementos clave que puede permitir prevenir o, en su caso, resolver controversias, tanto en este ámbito material como, probablemente, en muchos otros, reside en la “mutua” lealtad institucional: de las comunidades autónomas hacia el Gobierno del Estado y sus competencias constitucionales; pero también del Gobierno del Estado en relación con las competencias constitucionales de las comunidades autónomas y su capacidad de actuación exterior en aquello que sea necesario o al menos conveniente (en palabras del Tribunal Constitucional) para su ejercicio. Una acción exterior autonómica que, inevitablemente, tiene componentes políticos y que, en la misma medida en que las comunidades autónomas son Estado, puede generar controversias –incluso de alto contenido político–, que habrá que resolver prioritariamente (ante la falta de previsión alguna en el proyecto de ley) a través de mecanismos de cooperación y de coordinación. Reconociendo que los dos conceptos que acabo de mencionar (cooperación y coordinación) no tienen el mismo alcance y admitiendo la complejidad, amplitud y transversalidad de las cuestiones relacionadas con el ámbito exterior, quizás habría que explorar la vía de las conferencias sectoriales que, como es sabido, tiene una de sus manifestaciones en la Conferencia para Asuntos Relacionados con la Unión Europea (CARUE).
Otro aspecto de técnica jurídica relevante y criticable del proyecto de ley también está relacionado con las comunidades autónomas y con la capacidad que les reconoce el proyecto (la tengan o no asumida en sus respectivos estatutos) de poder “celebrar acuerdos internacionales administrativos en ejecución y concreción de un tratado internacional cuando así lo prevea el propio tratado” y “acuerdos no normativos con los órganos análogos de otros sujetos de Derecho Internacional, no vinculantes jurídicamente para quienes los suscriben, sobre materias de su competencia” (artículo 11.4 del proyecto de ley). Este mismo artículo también prevé que el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación informará, con carácter previo, estos acuerdos y que, a tal efecto, recabará informe de los departamentos correspondientes y, en todo caso, del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. Se trata de un aspecto que, más allá de la desconfianza que pueda evidenciar, ya está previsto en normas reglamentarias y debería responder, a mi juicio y en la medida adecuada, a esa necesaria “mutua y recíproca” lealtad institucional. Es decir, igual que el Gobierno debe informar a las comunidades autónomas, como prevén de manera general los estatutos de autonomía, de aquellos tratados que pretenda celebrar y que afecten a áreas de su competencia, éstas deberían informar al Gobierno de los acuerdos de colaboración que pretendan celebrar y que puedan tener una dimensión que exceda de sus competencias y afecte al Estado.
El problema de técnica jurídica en esta disposición es, a mi entender, triple. Por una parte, se trata de una materia específica que, en cualquier caso, donde debe tener su ámbito de regulación privilegiado ha de ser en la futura ley de tratados y otros acuerdos internacionales, constituyendo en el proyecto de ley de la acción y del servicio exterior del estado una disposición llamativa por el contraste (aunque existen otras disposiciones del proyecto de ley que relacionadas con la celebración de tratados deberían también tener su sede en la otra norma legal prevista). En segundo lugar, no existe ni en derecho internacional ni en derecho interno español la figura de los “acuerdos internacionales administrativos” en ejecución y concreción de un tratado internacional, con esta denominación. Lo que existe, y así lo prevé, a título ilustrativo, el Convenio-marco Europeo sobre Cooperación Transfronteriza entre Comunidades o Autoridades Territoriales de 21 de mayo de 1980, son los convenios de cooperación transfronteriza que pueden celebrar comunidades autónomas y entidades locales españolas con entidades territoriales extranjeras al amparo de los previsto en este convenio-marco y en los correspondientes tratados internacionales celebrados con Francia y Portugal. Estos convenios de cooperación trasfronteriza requieren, de conformidad con el Real Decreto 1317/1997, de 1 de agosto, de comunicación previa a la Administración General del Estado para que tengan eficacia jurídica entre las entidades territoriales intervinientes. En tercer lugar, sigue navegando en un proceloso mar de imprecisión jurídica la figura de lo que algunos estatutos denominan “acuerdos no normativos” (como el de la Comunidad Valenciana), otros estatutos denominan “acuerdos de colaboración” y en otros tantos estatutos no se contempla (por lo que la ley que nos ocupa atribuiría competencias a las comunidades autónomas no asumidas estatutariamente por ellas). En la medida en que diversas leyes orgánicas (diversos estatutos) los reconocen como competencia autonómica, y aunque siga siendo discutible esta denominación y, sobretodo, siga siendo un misterio su exacta naturaleza jurídica –más allá de la realidad evidente de que no son en ningún caso tratados internacionales–, y el Tribunal Constitucional no haya tenido a bien concretarla, me temo que la regulación propuesta sobre estos acuerdos no normativos resulta imprecisa e introduce aún mayores elementos de confusión.
De manera más rápida, existen en el proyecto de ley otros elementos de interés. Por una parte, resulta altamente positivo que se formulen legalmente, por primeva vez, instrumentos para la planificación, seguimiento y coordinación de la acción exterior, fundamentalmente mediante la Estrategia de Acción Exterior, el Informe anual de Acción Exterior y la labor del Consejo de Política Exterior y del Consejo Ejecutivo de Política Exterior. No obstante, entiendo que está demasiado centralizada en el Gobierno y en el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación la elaboración de esta Estrategia ya que, en relación con las comunidades autónomas y otros órganos constitucionales, el proyecto de ley se limita a prever que se “recabará e integrará, en su caso, las propuestas de actuación exterior” que de ellos emanen (artículo 34.3 del proyecto de ley). Atendiendo tanto a la organización territorial del Estado como a la realidad fáctica y política, y asumiendo que es el Gobierno quien dirige la política exterior del Estado, entiendo que debería haberse buscado una fórmula más participativa, que integrara especialmente a las comunidades autónomas, haciendo operativo, quizás –como ya he indicado–, algún órgano de coordinación tipo conferencia sectorial.
De otro lado, que se regulen además, en una norma con rango de ley, órganos ya existentes establecidos reglamentariamente y que languidecen desde hace años (el Consejo de Política Exterior desde su misma creación mediante el Real Decreto 1412/2000, de 21 de julio), no constituye ninguna garantía de que éstos órganos puedan revitalizarse y ahora sí vayan a funcionar; es más, puede pensarse incluso lo contrario. En este sentido, a tenor de la experiencia reciente, tengo mis dudas de que tanto el Consejo de Política Exterior (cuya composición, de conformidad con la disposición final segunda del proyecto de ley que modifica el correspondiente real decreto, se extenderá a todos los miembros del Gobierno, es decir, el presidente, vicepresidenta y todos los ministros –es decir, duplica innecesariamente el Consejo de Ministros–, junto con el director del Gabinete de la Presidencia del Gobierno y el Alto Comisionado de la Marca España, con la posibilidad, además, de convocar a otros órganos superiores y directivos de la Administración del Estado, y autoridades o altos cargos de las comunidades autónomas), como el aparentemente más operativo Consejo Ejecutivo de Política Exterior (establecido ya mediante el Real Decreto 1389/2007, de 29 de octubre), puedan funcionar eficazmente como órganos colegiados de apoyo y asesoramiento al presidente del Gobierno en el desempeño de su función de dirección y coordinación de la política exterior (artículo 37.1 del proyecto de ley) o, en particular, en la elaboración de planes de ordenación de los medios humanos, presupuestarios y materiales que conforman el Servicio Exterior del Estado (artículo 38.1 del proyecto).
Sobre este último, y para terminar este comentario, debe destacarse que se dedica todo el título III del proyecto de ley a la Administración General del Estado en el exterior, es decir, al Servicio Exterior del Estado. Se trata de una regulación que me parece que resulta absolutamente necesaria, aunque sólo sea porque lo que tenemos ahora es una regulación fragmentada e incompleta y, fundamentalmente, de índole reglamentaria. Sin embargo, pese a ser necesaria una regulación con rango de ley de los principios de la organización del Servicio Exterior del Estado, y de la creación, funciones y organización de las Misiones Diplomáticas Permanentes y Representaciones Permanentes, de las Misiones Diplomáticas Especiales y Delegaciones y de las Oficinas Consulares (artículos 41 a 47 del proyecto de ley) y emprender una racionalización de las estructuras en el exterior, estas disposiciones del proyecto de ley provocan una doble y contradictoria sensación: de un lado, la de que se limitan, en parte, a la incorporación de las correspondientes disposiciones de los convenios internacionales sobre relaciones diplomáticas, relaciones consulares o misiones especiales, a los que también hace una general remisión; y, de otro lado, especialmente en relación con los aspectos organizativos y los relativos al personal del Servicio Exterior y a los familiares de los funcionarios, se pretende, a mi juicio, una regulación excesivamente detallista que, perfectamente, podría y debería tener su sede legal (como también indicaba el Consejo de Estado) en una norma reglamentaria y de ordenación administrativa en vez de en una norma con rango de ley. Más allá aún –en mi opinión y aunque no puedo desarrollarlo ahora–, de que creo que ha faltado ambición y que el proyecto de ley debería concebir al Servicio Exterior del Estado con un espíritu más del siglo XXI que con un espíritu del siglo XX.
En definitiva, nos hallamos ante un proyecto de ley que cabe calificar como importante y necesario pero que, como indicaba al principio, lo será sólo en la medida en que su alcance y contenido sea el necesario y adecuado. En este sentido, creo que hay diversos aspectos del proyecto que merecen ser revisados con más detenimiento en el trámite parlamentario para que se elabore la mejor y más adecuada ley de la acción y del servicio exterior del Estado. Poniendo en la ley lo que debe tener rango legal y no otras consideraciones; obviando las disposiciones innecesarias o que, incluso, introducen mayor confusión; dejando detalles y concreciones específicas y organizativas para normas reglamentarias, evitando así rigideces formales inoperativas; apostando, clara y ambiciosamente, por la modernización del Servicio Exterior del Estado; y dejando también, desde la más absoluta lealtad institucional mutua, un mayor campo de actuación a la política, tanto del Gobierno del Estado –actual y futuros– como de los gobiernos –actuales y futuros– de las comunidades autónomas, pues ni se pueden poner puertas al campo ni se pueden olvidar hoy día las múltiples, intensas y constantes interacciones internacionales de todo tipo y con todos los diversos actores, que la globalización y la interdependencia propician continuadamente.
Xavier Pons Rafols
Catedrático de Derecho Internacional Público de la Universitat de Barcelona