Los días 11 y 12 de noviembre de 2013 tuvo lugar en la ciudad de Toledo, en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM) el Congreso internacional La transparencia como instrumento de innovación de la Administración Pública, organizado por el Centro de Estudios Europeos UCLM, la red internacional de Derecho Europeo y el Área de Derecho Administrativo UCLM, bajo la dirección del profesor Isaac Martín Delgado y la participación de profesores y comunicantes españoles, italianos e iberoamericanos (la grabación en video de las intervenciones en el congreso está disponible en la página web de la UCLM).
Durante dos días, pues, especialistas de diversa procedencia analizaron y debatieron intensamente sobre el papel de la transparencia como instrumento de innovación del sector público para logar un mejor gobierno y administración. Lo hicieron, además, en un momento temporal significativo, en el que se espera antes de la llegada de 2014 la aprobación de la ley estatal de transparencia, derecho de acceso a la información y buen gobierno (el texto del proyecto es consultable aquí), en cuya preparación inicial contribuyó un comité de expertos (cuyos trabajos pueden consultarse aquí).
Momento además en el que otras leyes de similar tenor están siendo tramitadas en el ámbito autonómico, como es el caso, en Cataluña, de la proposición de ley con el mismo título (los documentos y trabajos de la ponencia parlamentaria pueden consultarse aquí).
¿Cuáles podrían ser algunas de las principales ideas a extraer de ese debate y susceptibles de ayudar a mejorar el diseño y aplicación de la normativa mencionada de avanzar hacia lo que se denomina hoy en día el Gobierno Abierto?
Cabría distinguir entre lo que se refiere a la transparencia (a) y lo que se refiere al buen gobierno (b)
a) Respecto a la transparencia, tanto en el ámbito estatal, como en Cataluña, la futura norma vendrá a suponer la existencia de una ley específica en la materia (ya existente en otros países de nuestro entorno, como en Suecia, donde se encuentra ya desde el siglo XVIII), aunque, como es sabido, la situación actual no viene dada por la existencia de una laguna legal en la materia, puesto que hay diversa normativa que se ocupa de estas cuestiones, señaladamente el art. 105.b de la Constitución y los arts. 35 e y 37 de la Ley 30/1992 (o los arts. 26 y 27 en la Ley catalana 26/2010, de 3 de agosto, de régimen jurídico y de procedimiento de las administraciones públicas de Cataluña), referidos, respectivamente, al acceso a la información relativa a procedimientos administrativos en marcha y a procedimientos ya finalizados.
Por lo que se refiere al derecho de acceso a la información, el proyecto estatal, así como el autonómico catalán, cambia la perspectiva del acceso a documentos (en papel) por el acceso a datos, sea cual sea su soporte: el contenido se revela más importante que el continente (art. 13 del proyecto estatal, art. 19.1 de la proposición de ley catalana). A lo largo del congreso se analizó exhaustivamente el texto del proyecto de ley estatal. No siendo, sin embargo, ésta la sede adecuada para desarrollar las conclusiones de tal estudio, merece la pena sólo poner de relieve alguno de los aspectos generales suscitados.
Así, en cuanto al contexto de estas reformas normativas, es preciso destacar que la elaboración y aprobación de la regulación sobre transparencia sólo significará un primer paso en la implementación real de un cambio de paradigma en nuestras administraciones. Siendo en este momento necesario continuar el debate para obtener un texto normativo de la mejor calidad posible, lo cierto es que, una vez publicada la ley en el diario oficial correspondiente, se iniciará la hora de la verdad para la transparencia. A partir de la publicación de la (s) futura (s) ley (es), será imprescindible una dirección, impulso y control del proceso de aplicación legal (y por ello es preciso determinar qué unidad administrativa asumirá tal liderazgo), puesto que esta legislación se aplicará en un contexto administrativo en el que la opacidad, la desconfianza frente a los ciudadanos y la evitación de posibles responsabilidades internas por el hecho de abrir la casa administrativa a las miradas externas han dominado nuestra cultura históricamente.
En este contexto, pudiera suceder que a las leyes de transparencia les sucediera lo que a las regulaciones españolas en las antiguas colonias: que se acataran pero no se cumplieran.
Efectivamente, en el caso del proyecto estatal, como en el caso de la iniciativa legislativa catalana, bastarían algunas simples operaciones tácticas en la aplicación de la ley para desactivarla. En el caso del texto estatal, por ejemplo, tal desactivación podría suceder de considerar que los arts. 6, 7 y 8 (“información institucional, organizativa y de planificación”, “información de relevancia jurídica” e “información económica presupuestaria y estadística” son las obligaciones máximas de transparencia activa, cuando en realidad deben ser las mínimas, como quiere el texto legal en su referencia (art. 5) a la obligación jurídica de publicar “de forma periódica y actualizada la información cuyo conocimiento sea relevante para garantizar la transparencia” de la actividad relacionada con el funcionamiento y control de la actuación pública. De igual modo, sería preciso evitar el desarrollo futuro, en la práctica, de una interpretación restrictiva sobre el ámbito subjetivo o sobre los límites del derecho de acceso a la información (véase el art. 14, potencialmente incluso más amplios que los contendidos ahora en el art. 37 de la Ley 30/1992) o utilizar la guillotina de la inadmisión de solicitudes para cerrar el paso a la transparencia (art. 18, como por ejemplo la posibilidad de inadmitir una solicitud cuando la información no obre en poder del órgano cuando se desconozca el competente).
Evitar estos riesgos exigirá no sólo aprobar la ley, sino incidir sobre las barreras culturales en el sector público, mediante acciones de formación, elaboración de manuales y guías, etc. (véase la DA 7 del proyecto estatal en relación con la Administración General del Estado).
Pero no sólo vencer posibles resistencias en el ámbito público es crucial, también lo es involucrar a los ciudadanos para que conozcan y utilicen las posibilidades legales, pues si la ciudadanía no conoce y no usa estas regulaciones, la transparencia no se impondrá. De ahí que el Portal de Transparencia previsto en el proyecto estatal (art. 10, o equivalentes autonómicos) sea crucial para facilitar el conocimiento del público, así como también lo sean acciones públicas para informar y diseminar entre la población las regulaciones de transparencia (de nuevo DA 7ª del proyecto en el ámbito estatal).
Asimismo, una vez aprobadas las leyes de transparencia, será preciso desarrollar sistemas de información que aseguren la disponibilidad, la trazabilidad y la calidad de la información (con lo que ello exige del sistema de registros) y poner en marcha los instrumentos de la publicidad activa (como el ya citado Portal de Transparencia estatal o catalán). De igual modo, la institucionalización de la transparencia, en el ámbito estatal mediante el Consejo de Transparencia (arts. 33 y ss. con su labor de control) y las Unidades de Información (art. 21), será crucial para lograr la transparencia en acción y no sólo formalmente en la legislación.
Por otro lado, cualquier ley de transparencia debe ser, por razones obvias, general, y la llamada a los reglamentos ejecutivos de desarrollo de la misma, inevitable. En la calidad regulatoria de estos reglamentos se juega en buena parte el desarrollo real de la transparencia. Desarrollo que debería ser evaluado ex post tras la entrada en vigor de la regulación, de forma obligatoria, para que se pueda rectificar y mejorar en lo preciso.
b) En cuanto a la perspectiva del buen gobierno (y de la buena administración) el proyecto de ley estatal y el catalán hacen referencia a la misma. Sin embargo, tanto en el caso estatal como en el catalán, los textos normativos existentes no parecen aprovechar el consolidado bagaje internacional y nacional ya existente para potenciar la buena gobernanza y la calidad del comportamiento público, importante paradigma moderno para la legitimidad administrativa, como antídoto frente a la corrupción.
Efectivamente, el proyecto estatal dedica su parte final al buen gobierno (no menciona la buena administración) y basa la regulación en la consagración de una serie de principios de conducta y en la tipificación de infracciones y sanciones, cuya efectividad en la práctica es dudable: cuando un alto cargo vulnere sus obligaciones de buen gobierno, ¿se va a instruir y a sancionar tal infracción? En la realidad, ¿sancionará el gobierno a uno de sus propios miembros? ¿En verdad será sancionado un alcalde por la misma razón por el pleno del Ayuntamiento?
Sin embargo, el proyecto estatal no aprovecha la ocasión para introducir en su texto (y para incluir, mejorándolo, en el texto de otras normas relacionadas) diversos mecanismos de garantía del buen gobierno y de efectividad del derecho a una buena administración, tal y como han sido establecidos desde hace años en el derecho administrativo global, en el derecho administrativo iberoamericano, en el derecho de la Unión Europea (en el que, en referencia al art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales, la jurisprudencia se ha referido al mismo como integrante de las tradiciones constitucionales de los estados miembros) y en el derecho autonómico español (en diversos estatutos y varias normas específicas) y como han sido aplicados ya ampliamente en centenares de sentencias por los tribunales de justicia, incluyendo el TEDH (que en diversas sentencias está afirmando la existencia de un principio de buena gobernanza derivado del convenio de 1950, por ejemplo en la sentencia Czaja contra Polonia de 2012, párrafo 70, a la que hicimos referencia en este blog en “Y les entró Tembleque, segunda parte: punto y… ¿a parte?”, el TJUE, el Tribunal Supremo español y los tribunales de justicia autonómicos.
En definitiva, el buen gobierno (y la olvidada buena administración) aparece como el patito feo del proyecto estatal y de otros desarrollos autonómicos y no como lo que debería ser: el ancla central de una estrategia de calidad pública en la que la transparencia, siendo de gran importancia es, en definitiva, un instrumento al servicio de ese objetivo último.
Porque en definitiva, como indica, por ejemplo, la sentencia del Tribunal Supremo español de 26 de febrero de 1990, “el moderno derecho administrativo ya no sólo aspira a las defensa del ciudadano frente a las injerencias indebidas de los poderes públicos, sino a conseguir una Administración prestadora eficaz de servicios públicos”.
Esto es, a la lucha contra las inmunidades del poder a que se refirió hace medio siglo el recordado profesor García de Enterría, hay que sumar en el siglo XXI la lucha por la buena gobernanza, el buen gobierno y la buena administración.
¿Cuáles podrían ser estos mecanismos técnicos de garantía del buen gobierno y la buena administración? Podemos apuntar aquí, muy brevemente, algunos de los debatidos durante el congreso:
- Códigos de conducta, éticos, de buen gobierno, de buenas prácticas y de buena administración
Creados con denominaciones diversas en los últimos años (véase, por ejemplo, los arts. 52 y ss. de la ley estatal de 2007 del Estatuto Básico del Empleado Público, en adelante EBEP), sigue siendo discutida su utilidad y eficacia. El proyecto estatal se refiere a unos principios generales y a unos principios de actuación (arts. 26 y 27) dirigidos sólo a altos cargos (trasladando de hecho el acuerdo del Consejo de Ministros de 18 de febrero de 2005 ahora a fuerza de ley y vinculándolo a la tipificación de infracciones y sanciones realizada, de lo que se ha congratulado el Consejo de Estado en su Dictamen 707/2012), con un notable grado de vaguedad (incluso allí donde podrían haber sido precisos, véase la referencia a la aceptación de regalos, que sigue quedando sin concretar).
- Abstención, recusación, incompatibilidades y conflictos de intereses
Afrontar la corrupción exige inyectar cuanta más meritocracia e igualdad sea posible en la vida pública. Para ello, la garantía del cumplimiento de los deberes de objetividad e imparcialidad (art. 103 CE) como componentes del buen gobierno y la buena administración son esenciales.
Sin embargo, el proyecto estatal no aprovecha para reforzar la regulación de la abstención y recusación (arts. 28 y 29 de la Ley 30/1992, y equivalentes autonómicos), manifiestamente mejorable en varios frentes, y tampoco recoge las recomendaciones efectuadas en su momento por la Comisión de Expertos del Estatuto Básico del Empleado Público en el sentido de hacer más estrictas las incompatibilidades, en garantía de la imparcialidad, en los decisores de nivel superior, manteniéndose la regulación preexistente desde hace 30 años. De igual modo, no se modifica la legislación de conflicto de intereses para reforzar, como se ha propuesto por la doctrina, los mecanismos de prevención de los mismos, especialmente en los casos de revolving doors, esto es, de movimiento del sector público al privado ni se ha reforzado tampoco la posición de la Oficina de Conflicto de Intereses, que mantiene su perfil de unidad administrativa adscrita a un Ministerio y cuya capacidad de instruir el procedimiento sancionador cuando haya infracciones de obligaciones de buen gobierno por parte de un miembro del gobierno (¡!), un secretario de estado o una persona al servicio de la AGE es razonable poner en duda.
- Selección y estatuto jurídico de empleados públicos de libre designación, eventuales, directivos y funcionarios locales habilitados estatales.
Diversos especialistas coinciden en el grave deterioro de una Administración colonizada por el clientelismo partitocrático que conlleva una concepción patrimonial de una estructura que tiene en el servicio a los intereses generales su razón de ser. La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha establecido en los últimos años una interesante doctrina sobre los límites en los que se debe enmarcar la confianza en la libre designación de funcionarios y de personal eventual (cuyo número sería importante conocer y limitar, de acuerdo con el art. 12.2 EBEP, por cierto).
Sería interesante que el legislador se hubiera planteado mejorar el EBEP precisando los artículos 79 y 80 y su disposición adicional segunda, respecto al ámbito local a la vista de esta doctrina jurisprudencial que “complementa” el ordenamiento jurídico (art. 1 del Código Civil). De igual modo, la lucha contra la corrupción y el buen gobierno y administración en el ámbito local debería tener un importante punto de apoyo en la figura de los funcionarios locales de habilitación estatal, pero su libre designación, en algunos casos, y su dependencia retributiva del nivel político hacen su función complicada. Ninguno de estos temas son tratados en la parte de buen gobierno del proyecto estatal.
- Due dilligence y due care y procedimiento administrativo debido
Si algún contenido concreto tiene el derecho a una buena administración es la necesidad de que al ejercerse poder público (por el gobierno o la Administración) dicho ejercicio se vehicule mediante un procedimiento de toma de decisión que permita garantizar el análisis y la toma en consideración diligente y con el debido cuidado de los hechos e intereses relevantes.
El debido (due, fair) procedimiento se configura como un mecanismo de garantía de primer orden del buen gobierno y de la buena administración. Sin embargo, el proyecto estatal no aborda esta cuestión, manteniendo la regulación existente, la cual es posible, sin duda, mejorar (así, reforzando la separación entre instrucción y resolución más allá de los procedimientos sancionadores, exigiendo la confección de un expediente que sea un auténtico fundamento de la decisión, considerando como encauzar la negociación reglamentaria al igual que se ha hecho en otros ordenamientos de nuestro entorno, etc.).
- Derecho a la motivación
Igual de fundamental que el procedimiento de toma de las decisiones, la justificación de las mismas es esencial en garantía del buen gobierno y la buena administración y en la prevención de la corrupción.
En este sentido, el derecho estatal y autonómico en este punto siguen siendo susceptibles de importantes mejoras que, sin embargo, el proyecto estatal no aborda.
Así, queda por establecer de modo claro y explícito la necesidad de motivar las decisiones públicas de tipo normativo (leyes o reglamentos), exigencia ahora ya establecida a nivel europeo por la Directiva de Servicios que, como es sabido, exige la motivación de una necesidad de “imperioso interés general” para el establecimiento de regímenes autorizatorios (y que ya ha conducido, por cierto, a diversas anulaciones judiciales por falta de motivación normativa, como en el caso de la sentencia del Tribunal Supremo de 27 de febrero de 2012 y en el de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 25 de abril de 2012). Pero, más allá de la directiva, sería preciso, en aras de un buen gobierno y una buena administración, exigir la motivación (mediante la Exposición de Motivos, preferiblemente, y el contenido del expediente) de las normas.
De igual modo, queda pendiente la exigencia legal de que la motivación de las decisiones públicas sea suficiente (con la debida explicitación de los criterios extrajurídicos que fundan las discrecionales, como exige, por ejemplo, el ordenamiento alemán) y congruente con el contenido del expediente, sea de papel o electrónico. Y además diferente según el tipo de decisión, debiendo exigirse una mayor diligencia y detalle cuando se trate, por ejemplo, de decisiones, normativas o no, que restrinjan derechos, incluidos, claro está, derechos sociales en caso de recortes (véase la Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de marzo de 2012, en relación con la “especial motivación” exigible cuando una decisión pública afecta al derecho al medio ambiente).
- Diseños organizativos a favor del buen gobierno y la buena administración y en prevención de la corrupción
Algo se ha dicho ya a propósito de la Oficina de Conflicto de Intereses. Igual que se institucionaliza la transparencia a través del Consejo previsto, sería igual de necesario institucionalizar, con debidas garantías de imparcialidad e independencia, la garantía del buen gobierno y la buena administración, tanto en el control de los conflictos de intereses como en la lucha contra la corrupción (ámbito donde la experiencia de la Oficina Antifraude de Cataluña en esta línea, Ley 14/2008, de 5 de noviembre, parece del mayor interés: http://www.antifrau.cat/es.html ).
- Las Cartas de Servicio
El buen gobierno y la buena administración para dejar de ser términos vaporosos e inconsistentes necesitan, como estamos viendo, de tecnificación y concreción. En esa línea, el establecimiento de estándares claros —elaborados con transparencia y participación ciudadana— de buen gobierno y buena administración es clave. Sin embargo, las Cartas de Servicio, llamadas a desempeñar ese papel, hasta el momento no han pasado de ser, en muchas ocasiones, cosméticos brindis al sol, que no detallan el nivel de buena administración a que se compromete el sector público en el ejercicio de poderes o la prestación de servicios. Sería necesario, pues, declarar su inequívoca fuerza vinculante y establecer la obligatoriedad de su confección, cosa que el proyecto estatal no realiza (pero sí que empiezan a hacer otras regulaciones autonómicas).
- La evaluación de la calidad de políticas públicas y servicios públicos
Un compromiso efectivo con el buen gobierno y la buena administración no sólo supone fijar un estándar claro y transparente en el que los ciudadanos puedan confiar, sino también conocer, saber, si dicho estándar se está respetando y cumpliendo y en qué condiciones. La evaluación, sea ex ante, sea ex post, de las políticas públicas supone una asignatura aún pendiente para nuestro sector público, pese al avance que supuso la creación a nivel estatal de la Agencia de Evaluación y Calidad hace unos años (http://www.aeval.es/es/index.html).
Una regulación sobre buen gobierno y buena administración debería conectar con la cuestión de la evaluación, estableciendo ésta como obligatoria en ciertos supuestos (como hace, por ejemplo, la legislación balear, exigiéndola siempre que se trate de supuestos que impliquen un gasto público superior a los 5 millones de euros).
- Better o Smart regulation
De igual modo, en el caso específico del ejercicio de potestades normativas, el buen gobierno y la buena administración deben garantizarse mediante el desarrollo de estrategias de calidad regulatoria, como las recomendadas a nivel internacional por la OCDE y desarrolladas por los EE.UU (desde hace décadas, a través de la OIRA, de la que hasta hace poco ha sido director el profesor de derecho Cass Sunstein: http://www.whitehouse.gov/omb/inforeg_default) o la Unión Europea y diversos estados miembros de ésta (como señaladamente el Reino Unido).
Si bien existen en nuestro ámbito algunos movimientos en tal dirección (en el nivel estatal, el Real Decreto de 2009 que estableció la memoria de impacto normativo y los arts. 4 y ss. de la Ley de Economía Sostenible, que establecen principios de buena regulación; en el nivel autonómico, por ejemplo, Ley catalana 26/2010, art. 64), lo cierto es que estamos muy lejos de los desarrollos de nuestros vecinos (una comparación entre indicadores de calidad regulatoria efectuada por el Banco mundial puede encontrarse en: http://info.worldbank.org/governance/wgi/index.aspx#home). Esta crucial cuestión sigue necesitando no sólo de un mejor diseño normativo, sino de la institucionalización de la calidad regulatoria y del desarrollo de unidades administrativas interdisciplinares capaces de calcular impactos normativos de forma solvente, empleando para ello tanto la economía (análisis coste-beneficio, etc.) como la psicología, la sociología, la estadística, etc., que permitan traer al derecho los avances de las ciencias del comportamiento en el diseño de incentivos para la eficacia normativa (como los países más punteros ya están haciendo, a través de la técnica del nudging o fomento de ciertas decisiones privadas; en el Reino Unido se ha constituido una unidad administrativa en la Cabinet Office a tal efecto: https://www.gov.uk/government/organisations/behavioural-insights-team)
- La responsabilidad patrimonial por mal gobierno y mala administración
La garantía del buen gobierno y la buena administración quedaría coja si no existiera la necesidad de que cuando se desarrolle un mal gobierno o una mala administración y se causen daños, éstos deban ser compensados.
La responsabilidad patrimonial tiene un papel tanto preventivo (mostrando lo que ocurrirá en caso de mala gestión pública) como, naturalmente reparadora. Reparación que será precisa también, obviamente, cuando el daño antijurídico se vincule en el ámbito de la transparencia administrativa a la información proporcionada por la Administración (Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, Sala de lo Social, sección 1ª, de 25 de enero de 2007, en la que se condena al INEM a compensar a un desempleado sancionado por la Administración en relación con la renovación de su tarjeta de desempleo, cuando esta persona ajustó su actuación a la información disponible en la página web de dicho organismo). No siendo aplicables, por contravenir el art. 10.2 de la Ley de Administración Electrónica de 2007, las cláusulas, no infrecuentes, contenidas en páginas web públicas, declarando una exención de responsabilidad del ente autor de la misma. Cláusulas que han de considerarse nulas de pleno derecho (como igualmente lo serían si se contuvieran ya no en una página web sino incluso en un reglamento, art. 62.2 Ley 30/1992).
En el caso específico de responsabilidad derivada de actos discrecionales ilegales, la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha establecido una doctrina consistente desde mediados de los años 90 del pasado siglo, en la que se afirma que la simple declaración de ilegalidad en el ejercicio de la discrecionalidad no supone la existencia de responsabilidad, siempre que el decisor público se haya mantenido dentro de los márgenes de un ejercicio razonable y razonado de la discrecionalidad, esto es, en otras palabras, respetando las obligaciones de debida diligencia y debido cuidado del derecho a una buena administración. De ahí la importancia de concretar esa razonabilidad y racionalidad del ejercicio discrecional (mediante, por ejemplo, las mencionadas cartas de servicio) por que si no se hace, la interpretación judicial queda abierta y las posibilidades de condena de la Administración por daño antijurídico causado por un funcionamiento anormal se incrementan.
La incorporación y precisión normativa de esta jurisprudencia otorgaría certeza y seguridad jurídica al comportamiento público, evitándole futuras condenas judiciales por daños causados por mal gobierno o mala administración.
- Acción pública en materia de mal gobierno y mala administración
En fin, siendo el buen gobierno y la buena administración un valor de la colectividad, que a ella perjudica, en definitiva, si se encuentra ausente, cabría reflexionar sobre la oportunidad de otorgar acción pública para la defensa del mismo, si no de modo transversal, al menos en ciertos sectores donde esa acción pública no exista y pueda ser útil para prevenir así la corrupción (pensemos en el caso de contratos o subvenciones).
En definitiva, el congreso celebrado en Toledo muestra la vitalidad de la Universidad, incluso en un contexto tan grave y preocupante como el actual, y hace realidad la sugerencia del escritor Antonio Muñoz Molina —autor de un recomendable libro sobre la crítica situación actual titulado Todo lo que era sólido— quien, al recoger el Premio Príncipe de Asturias de letras 2013, señaló en su discurso que “Es nuestra responsabilidad salvar lo que ganamos gracias a que muchas personas hicieron y hacen bien sus oficios, privados y públicos; y también reflexionar con urgencia sobre todos los errores, todas las inercias y descuidos que necesitamos corregir” (el discurso es consultable en: http://www.fpa.es/es/premios-principe-de-asturias/premiados/2013-antonio-munoz-molina.html?texto=discurso&especifica=0 ).
Juli Ponce Solé, profesor de derecho administrativo en la Universitat de Barcelona, Acr. Catedrático.
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