Una sentencia con luces y sombras – Enrique Álvarez Conde

El pasado 25 de marzo, el Tribunal Constitucional dictó una sentencia sobre la Declaración soberanista del Parlamento de Cataluña del 2013 en la cual declara inconstitucional la proclamación de que “el pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano”, efectúa una interpretación conforme a la Constitución en torno al llamado derecho a decidir, y desestima el resto de presuntas inconstitucionalidades alegadas por el Abogado del Estado. Estamos en presencia de una sentencia con luces y sombras.

En cuanto a las primeras hay que destacar, contrariamente a lo que se había anunciado por los medios de comunicación, que se trata de una sentencia dictada por unanimidad, sin ningún voto particular ni siquiera concurrente. Algo ha debido cambiar en el seno del Tribunal, el cual parece percibir el acuerdo entre los dos grandes partidos (PP y PSOE); acuerdo que ha de continuar el próximo 8 de abril, con el rechazo por parte del Congreso de los Diputados de la toma en consideración de la proposición no de ley presentada por el Parlamento de Cataluña y, lo que es más importante, que debería dar lugar al inicio de todo un proceso de reforma constitucional que ofrezca una solución al problema planteado y suponga toda una serie de propuestas en torno al futuro global de nuestro modelo autonómico.

Asimismo es de destacar que el Tribunal señale que todo es posible dentro de la Constitución, a la cual también está subordinado el propio principio democrático, pues éste no puede ejercerse fuera del texto constitucional. Ello no obstante, también es cierto que debería haber precisado mejor la naturaleza, el significado y el contenido del principio democrático, al cual muchas veces se acude, sin fundamento alguno, para legitimar determinadas decisiones políticas. El principio democrático es el principio constitucional por excelencia y, como tal, debe ser considerado como un límite material, no expreso ciertamente, pero si implícito, al propio proceso de reforma constitucional. Es decir, el poder constituyente también se encuentra con límites materiales implícitos, que sin duda habrá que delimitar. El Tribunal, en suma, acierta al señalar que el principio democrático no se puede ejercer al margen de la Constitución, pero no delimita, sin embargo, ni su naturaleza ni su contenido, lo cual no impide reconocer en su argumentación las llamadas que aquél realiza al diálogo entre las fuerzas políticas para solucionar los problemas planteados, ejerciendo con ello una auténtica pedagogía constitucional. De este modo, a nuestro juicio acertadamente, parece pretender evitar el llamado choque de trenes, iniciado y mantenido por determinados dirigentes políticos.

Junto a estas luces existen también ciertas sombras. La primera de ellas es que la argumentación del Tribunal sobre la naturaleza de la Declaración deja mucho que desear. Así, empieza señalando que es un acto político… pero con naturaleza jurídica, planteándose la cuestión de si tiene capacidad, aunque sea indiciariamente, para producir efectos jurídicos. Pero a continuación señala que no tiene efectos jurídicos, ni efecto vinculante de naturaleza alguna, respecto de los ciudadanos ni respecto de la acción del Gobierno catalán, pues es simplemente un acto de impulso de la misma. Hasta aquí ninguna objeción. Sin embargo, de repente, la argumentación da un giro copernicano y se convierte en una auténtica falacia. En efecto, ello no impide al Tribunal, siguiendo las tesis del abogado del Estado, afirmar que “lo jurídico no se agota en lo vinculante” (sic) y, en consecuencia, entra a analizar el contenido de la Declaración, entendiendo que el apartado primero (la proclamación del pueblo catalán como sujeto jurídico soberano) “sin perjuicio de su marcado carácter político… tiene carácter jurídico y, además produce efectos de esta naturaleza”, siendo, en consecuencia, contrario a diversos preceptos constitucionales. Es decir, los efectos jurídicos de la Declaración se deducen, no de la naturaleza de la misma, que parece ser, a priori, un acto político, sino del contenido de la misma, el que es declarado inconstitucional.

Esta forma de argumentar es una auténtica falacia. Y es que al Tribunal le cabían dos posibilidades: o bien entender que la Declaración del Parlamento de Cataluña no tenía naturaleza jurídica, y en consecuencia, inadmitir el recurso planteado; o bien deducir que tenía naturaleza jurídica, por sí misma, no por su contenido. A nuestro juicio, la primera de las tesis, como sostenían los votos particulares emitidos en el Dictamen del Consejo de Estado y buena parte de las opiniones de la doctrina científica, es la jurídicamente correcta. Pero lo que resulta complejo de entender es que el planteamiento inicial del Tribunal parezca inclinarse por esta tesis para, de repente, y sin motivación suficiente, cambiar radicalmente de planteamiento y adoptar la segunda. Por otro lado, hubiera sido admisible, desde el respeto al rigor jurídico que merece la labor del Tribunal, que éste hubiera hecho una interpretación conforme con la Constitución del apartado declarado inconstitucional, tal y como ha hecho con el derecho a decidir, entendiendo que se trata de una declaración de carácter político, la cual es posible dentro de la Constitución, pero que su consideración jurídica, de admitirse, sería manifiestamente inconstitucional.

La otra sombra, no menos importante que la anterior, se refiere a lo que el Tribunal deja de decir. Cualquiera de las soluciones que hubiese adoptado, la inadmisión o el enjuiciamiento de la Declaración, le permitía, y a mi juicio le obligaba, a efectuar una auténtica pedagogía constitucional, tal y como hace con las llamadas al diálogo político, para coadyuvar a elaborar las categorías dogmáticas necesarias con la finalidad de que la rigidez de nuestro modelo autonómico –tema que está ciertamente en el fondo del asunto–, encontrase la flexibilidad suficiente para facilitar una reforma constitucional.

Asimismo, el Tribunal debería revisar su concepción de que la nuestra no es una democracia militante, cuestión esta que nada tiene que ver con la posibilidad de reforma total de la Constitución, verdadero “suicidio constitucional” donde los haya. La nuestra no es una simple democracia procedimental, porque la Constitución no es un simple conjunto de reglas procedimentales, sino que incorpora un sistema de valores y principios, que son la expresión normativa de las decisiones políticas fundamentales adoptadas por el poder constituyente. Ello no significa, como bien sabemos, la adhesión a la ideología constitucional, pero esta existe y tiene, además, la virtualidad de permitir la existencia y defensa, siempre que sea por los procedimientos establecidos, de ideologías contrarias a la misma.

El Tribunal, a nuestro juicio, hace cosas positivas pero pudo hacer mucho más –considerando lo que otros poderes públicos no han hecho, unos con más responsabilidades políticas que otros–, máxime cuando existen ejemplos suficientes, tanto en el ámbito del derecho internacional, como en el campo del derecho europeo, y con las experiencias ofrecidas por el derecho anglosajón en estados complejos como el nuestro, para efectuar, a través de auténticos obiter dicta, toda una serie de consideraciones que hubieran facilitado la actuación de los operadores jurídicos legitimados para actuar en un futuro que ya no puede ser muy lejano.

Enrique Álvarez Conde
Catedrático de derecho constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos

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