Sesión plenaria del XII Congreso ACE
En la Universidad de Salamanca tuvo lugar, el 3 y 4 de abril de 2014, el XII Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España, dedicado en esta ocasión a “Participación, representación y democracia”. Siendo materias cuya importancia no es necesario destacar (aunque hasta ahora no habían sido objeto de atención de forma monográfica en ninguno de los anteriores congresos de la ACE), su tratamiento en este momento puede considerarse crucial para quienes nos dedicamos a la investigación y la docencia en derecho constitucional. Y hacerlo de la mano de dos grandes expertos, como Ángel Garrorena Morales (Universidad de Murcia) y José Ramón Montero Gibert (Universidad Autónoma de Madrid) es sumamente recomendable: a ellos se les encomendó la presentación de las dos ponencias generales con las que comienzan habitualmente los congresos de la ACE, que dejan para las diversas mesas de la segunda jornada el análisis de aspectos más concretos (como queda reflejado en otras entradas de este blog). Ahora que el término ha vuelto a recuperarse bajo el influjo de los planes de Bolonia, bien se puede decir que tuvieron en común no sólo el enunciado genérico que las agrupaba, Dos visiones sobre el funcionamiento de la democracia representativa en España, sino su carácter verdaderamente magistral, a partir, eso sí, de enfoques diferentes.
El corte más teórico de la intervención de Garrorena se hizo notar desde su mismo planteamiento inicial, al partir de las dificultades que presenta la noción de representación (Pitkin), dado su carácter paradójico, al albergar dos ideas contrapuestas, la de mandato y la de delegación. A esos problemas conceptuales vino a añadir los generados por una crisis económica de la envergadura de la actual, que ha operado como una lupa, dejando todavía más al descubierto una visión crítica de la democracia representativa, afectada por una patología partitocrática en la que una clase política autónoma ha ocupado todos los espacios, incluidos aquellos que no debieran seguir esta lógica propia de la competencia partidista y a la que se imputa la principal responsabilidad de la crisis económica, en una situación que no dejó de recordarlo, se resume en dos lemas bien conocidos: “Más democracia” y “No nos representan”.
Un panorama que recuerda, por lo demás, a otras crisis pasadas del sistema representativo, entre las cuales quizá la más destacada, apuntó, haya sido la generada por el ‘crack’ del 29, con un cierto paralelismo: también provocó desprestigio institucional y una fuerte crisis del parlamentarismo, sometido a un intenso debate en el que surgió la alternativa de la democracia directa como complemento y correctivo y que en todo caso dio lugar a la formulación del llamado parlamentarismo racionalizado. Preguntándose si las conclusiones de aquel debate pueden servir para resolver los problemas del presente, apunta Garrorena que hay factores nuevos en esta crisis que la distinguen de las pasadas: la globalización económica (que obliga a los representantes a responder por realidades que quedan fuera de su alcance), la revolución tecnológica (que multiplica y diversifica los cauces de comunicación y participación), los nuevos movimientos sociales (no muy organizados pero con gran capacidad de movilización, sentidos por algunos como más representativos que los elegidos en las urnas), así como una nueva concepción de pueblo (menos trascendente, no como unidad homogénea y mítica, sino como diversidad de posiciones y criterios, un pueblo de singularidades que demanda otras formas de representatividad).
En esta tesitura de suma de crisis económica y política, con relaciones entre sí pero también con su propia dinámica, en el segundo de los planos Garrorena juzga imprescindible reorientar y encauzar los aspectos constitucionales en los que se han advertido mayores disfuncionalidades, que han generado ya no pocas propuestas en diversos foros académicos y políticos, algunas de las cuales vino a recoger: mayor proporcionalidad del sistema electoral, transparencia y gobierno abierto, democratización de los partidos políticos, ampliación de la democracia directa, democracia radical o inmediata frente a la parlamentaria…
Teniéndolas por técnicamente atendibles, no dejó de advertir que tendrían un alcance limitado por no abordar el fondo del asunto: se confía la solución de la crisis a los partidos políticos, pero los partidos se dejarán limitar poco; la democracia directa será una cuña en la representativa, de la que no se puede prescindir, porque no es posible que millones de personas resuelvan problemas cotidianos; la democracia inmediata, electrónica, excluirá a amplios sectores de la población… Demasiadas dificultades, en fin, para hacer efectivas todas esas propuestas por muchos que sean sus activos.
En esa tesitura, propuso, en primer lugar, a modo de diagnóstico, localizar las causas del problema remontándose incluso a los orígenes liberales del modelo, del que por lo demás no se puede prescindir en un Estado de Derecho. Tres serían esas causas: en primer lugar, se ha producido la pérdida de la condición triangular de la representación (Sartori), en la que un sujeto, el apoderado de los electores, actuaba como contrapoder frente al rey. En el Estado constitucional, el parlamento se subroga en la posición del monarca y dos de los vértices del triángulo (parlamento y corona) se funden en uno sólo, con lo que ya no hay contrapoder; mejor, el parlamento es poder y contrapoder, lo que se puede predicar tanto de la mayoría como de la minoría.
En segundo lugar, la condición libre del mandato implica que no hay responsabilidad del representante, por lo que en realidad no hay relación, es una simple metáfora, no tiene contenido, generando además un segundo déficit: los políticos convierten su actividad en una auténtica profesión sin rendición alguna de cuentas.
Finalmente, el compromiso del Estado constitucional con el modelo liberal capitalista, que tiene al enriquecimiento como motor del sistema, hace que la riqueza se convierta en signo de éxito profesional, trasladándose también al ámbito político, con una deriva hacia el aprovechamiento indebido de lo público y hacia la corrupción registrada en muchas ocasiones.
Y en segundo lugar, a modo de terapia, no tanto remedios sino algunas líneas de avance, más problemáticas, alguna meramente esbozada, en relación a cada una de esas causas: así, propone reactivar los contrapoderes redefiniendo el estatuto constitucional de la oposición, con una regulación jurídica precisa de las funciones de las minorías, concebidas ahora como auténtico poder del Estado cuyos derechos no deberían quedar al albur de la mayoría (fijar el orden del día, constituir comisiones de investigación, acceder a documentos…). Los movimientos sociales también deberían actuar como contrapoderes, distinguiendo los que cuentan con una organización y los que carecen de ella (e incluso la repudian): sólo los primeros podrían incorporarse al trabajo parlamentario (pero no al parlamento, son portavoces de intereses particulares, no representantes de intereses generales).
En relación con la falta de contenido del mandato, hay que rellenarlo, pero sin acudir a la idea de mandato imperativo (con instrucciones y revocación), que se ha propuesto más en la idea de derribar al gobernante que en la de dotar de contenidos reales esa relación. Se trataría más bien, apunta Garrorena, de dotar al elector de instrumentos para que pueda ejercer una función crítica, abriendo espacios periódicos de relación institucionalizada, de comunicación entre ciudadanos y representantes, más difíciles de articular (propone con muchas cautelas establecer un registro de electores de cada formación que pudiera dar lugar, presencial o telemáticamente, a esa comunicación poselectoral, que deberían garantizar en todo caso instituciones al margen de los partidos).
Respecto a la profesionalización y especialización de la clase política y todos los problemas que conlleva, se muestra partidario de limitar mandatos, revisar privilegios (fueros, retribuciones) y salvaguardar ciertos espacios de la injerencia partidista, por no pertenecer a la lógica del poder sino a la lógica social (órganos de vigilancia del poder, cuya elección parlamentaria no los ha hecho más democráticos sino más subordinados a los partidos políticos).
Y, por último, sobre la corrupción política, apunta que la mayor penalización no sirve de nada si finalmente las sentencias contra políticos corruptos son benignas, se amplían los beneficios penitenciarios y se utiliza el indulto, si se abusa de la justicia negociada y el instituto de la conformidad. Todo ello debe revisarse con rigor, poniendo especial hincapié en dos puntos: reforzar la posición de los jueces y suprimir esas ventajas procesales, que llevan a que la percepción social sea más bien de impunidad, con todo lo que eso implica.
En cuanto a la intervención de Montero, tuvo un enfoque más empírico (propio por lo demás de su condición de politólogo, si bien es difícil no seguir considerándolo como “uno de los nuestros”, en el mejor sentido de la expresión), apoyada en un abundante aparato gráfico que obviamente no se puede recoger aquí. El punto de partida en todo caso fue la generalización de expresiones negativas, a las que se recurre para caracterizar la situación política actual: crisis, quiebra, simulacro, estafa, engaño, desapoderamiento… Intentando alejar el debate académico de la contaminación que pueden provocar otras visiones no demasiado rigurosas (con remedios y soluciones para todo tipo de problemas), a pesar de las dificultades que genera la existencia de una agenda oculta de los gobiernos (que ponen en práctica medidas que no sólo no han sido objeto de debate electoral, sino directamente contrapuestas a las que integraban su oferta programática) y del impacto de la desigualdad y de la pobreza generadas por la crisis, concluye que las instituciones funcionan razonablemente bien (el país funciona, sigue generando riqueza), aunque tienen un problema grave, origen de esa percepción negativa: las élites políticas y la existencia de incentivos perversos en el sistema, que provoca la falta de rendición de cuentas y la imposibilidad de exigir responsabilidad.
Vicios que en todo caso son también percibidos por los ciudadanos a la luz de la crisis económica, endureciendo su valoración (en ese sentido, llamó la atención Montero sobre el fenómeno de la corrupción, que a su juicio no se puede considerar una práctica generalizada, vistas las cifras de condenados por corrupción política, que afectan a unos pocos centenares de personas, lo que frente a los más de 70.000 cargos públicos electos podría tenerse como una cantidad poco relevante: es en este contexto de crisis en el que hay que explicar esa mayor percepción de la corrupción que la realmente existente).
Ya en un análisis más particular de algunos procesos institucionales, destacó en relación con el rendimiento del sistema electoral que no se puede considerar que ofrezca resultados no representativos que exijan urgentemente abordar su reforma: de las 11 elecciones al Congreso de los Diputados han resultado 7 gobiernos minoritarios que han precisado alianzas cambiantes, con pactos escritos de respaldo parlamentario a lo largo de la legislatura o apoyos puntuales. Afirmó que el sistema es representativo y abogar por su reforma supondría incurrir en una aporía, para subrayar a continuación que el bipartidismo es en buena medida resultado de la polarización, del éxito de ciertas estrategias de la crispación, que en comparación con otros países ofrece un panorama de mucha mayor radicalización de los partidos, cuya importancia como rasgo caracterizador de la competencia interpartidista vino a destacar: se utilizan así asuntos de Estado (política antiterrorista, política exterior y territorial) en el debate político-parlamentario, lo que a su vez permitiría explicar la dificultad que ha rodeado la búsqueda de consenso para abordar la reforma constitucional.
Respecto a los partidos, sin dejar de destacar ciertas manifestaciones de un arraigado sentimiento antipartidista, de tipo cultural, heredado y que se mantiene con el paso del tiempo e indiferente al número de partidos existente, lo que no es de por sí negativo, en su opinión, sobre todo llamó la atención sobre los dilemas funcionales a los que se encuentran sometidos, que llegó a calificar de irresolubles: por un lado democracia interna, por otro eficacia; por un lado profesionalización, por otro renovación: por un lado promoción del interés general, por otro el interés de sus votantes. Mencionó asimismo la excepcionalidad española, con un sistema general y subsistemas de partidos en las comunidades autónomas, lo que tiene como consecuencia que hay una gran variación del voto, incluso dentro de una comunidad autónoma, según el tipo de elección.
Para concluir, Montero indicó que la democracia española es de baja calidad debido a la gran desigualdad económica, a la falta de respeto por los derechos de las minorías o a la débil cultura de control o ‘accountability’. Una coincidencia entre crisis económica y crisis política que ha producido unos resultados perversos en el estado de la democracia, con rasgos específicos en los países del sur de Europa y particularmente en España.
En definitiva, como se apuntaba al inicio, dos visiones muy completas (y complementarias) sobre los problemas de la democracia en España, en las que además se puso de manifiesto que resulta mucho más fácil apreciarlos (aunque también es necesario en algunos aspectos aclarar y precisar impresiones o percepciones muy generalizadas y no siempre acertadas o matizadas) que ponerles remedio, teniendo en cuenta además que no siempre la causa o la corrección de esos males está (sólo) en las normas, constitucionales o de otro rango, por lo que se pueden considerar aportaciones sustanciales en ese debate del que tendrán que surgir propuestas de renovación institucional.
Emilio Pajares Montolío
Profesor titular de derecho constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid
Otros artículos publicados en este blog sobre el XII Congreso ACE:
Mesa 1: “Representación y sistemas electorales” – Carlos Garrido López
Mesa 3: Reflexiones sobre la Ley de Transparencia – Manuel Sánchez de Diego Fernández de la Riva
Mesa 4: Los partidos políticos y las instituciones – María Salvador Martínez
Non me parece ben que si lle votas a un Partido “teñas que comprar todo o paquete”. Debería ser coma nos EE UU e os asuntos máis importantes sometelos a referendum.
[…] Sesión plenaria: Democracia y representación, dos visiones generales – Emilio Pajares […]
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