Participación ¿para qué? – Guillermo Escobar

En la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia, los días 6 a 9 de julio de 2014 tuvo lugar, bajo la dirección académica del Profesor Lorenzo Cotino, el II Congreso internacional de “Open Government – El avance del gobierno abierto”. Intervinieron como ponentes más de veinte especialistas en la materia, procedentes de Universidades e Instituciones de Alemania, Brasil, Colombia, España e Italia. Cada bloque de ponencias fue seguido de fructíferas discusiones entre los participantes. Los más de 30 audios resultantes son fácilmente descargables en la web del Congreso http://www.derechotics.com/congresos/2014-open-gov-ii

En este foro transcribo mi intervención en el Congreso, que dio lugar a un interesante debate posterior, con posiciones encontradas. La más dura de ellas (José Martínez Soria) me acusa de “utópico” y advierte que “no hay alternativas”, realizando de paso una enmienda a la totalidad a la idea de democracia deliberativa. Invito a mis colegas y demás público interesado a continuar la discusión en este foro, comprometiéndome a dar respuesta a las críticas y sugerencias de concreción que en su caso se formulen.

Plantearé una reflexión teórica, un marco general de análisis, al modo dialéctico: tesis (Filosofía del Derecho), antítesis (derecho positivo) y síntesis (crítica del derecho positivo y política del derecho). La síntesis será en realidad un esbozo de síntesis, una conclusión abierta, habida cuenta de que la ponencia que presento constituye el germen de una investigación en curso.

Para saber si tenemos o no derecho a algo no es suficiente con buscar en las normas, pues estas suelen ser abiertas y por tanto los contenidos de los derechos más o menos indeterminados. Es decir, de los textos que reconocen derechos pueden deducirse más o menos intereses y en esto básicamente consiste la interpretación, discutible por definición. Por ejemplo, del derecho a la protección de datos el TJUE deduce un derecho al olvido en Internet y el Abogado General no. Ayer Jheison Torres, con buenos argumentos, creó un nuevo derecho, el derecho a la inclusión digital, y que yo sepa ningún tribunal del mundo lo había hecho antes.

Además, al uso jurídico del término “derecho” se superpone un uso más amplio, no incompatible con el anterior, y que podríamos denominar “uso ciudadano” o “uso ideal”: lo que la gente exige (moral social) o los profesores proponen (moral crítica). Los derechos se construyen día a día y los juristas no deberían dejar de lado las aspiraciones ciudadanas en su tarea de interpretar los derechos y dotarlos así de contenido concreto.

Cuando hablamos de derechos podemos adoptar dos perspectivas, analizar las normas vigentes (punto de vista descriptivo) o proponer modelos ideales (punto de vista prescriptivo) y verificar después, en su caso, si las normas los recogen. La honestidad intelectual y el compromiso ciudadano exigen no inventar derechos que la norma no reconoce pero tampoco negar las posibilidades de desarrollo abiertas por la propia norma y que los ciudadanos demandan. Aquí vamos a hablar sobre todo de derechos que no existen (en sentido jurídico) pero que podrían existir (derechos ideales), bien desde una futura concretización de las figuras que ya existen, bien desde la creación de figuras nuevas.

¿Puede hablarse de un “derecho al gobierno abierto”? Para empezar, hablamos de gobierno en minúsculas, es decir, “derecho a que se gobierne de forma abierta” (concepción funcional), no el derecho a una composición “abierta” del Gobierno con mayúsculas (concepción estructural). Para continuar, gobernar y administrar son cosas distintas, de forma simplificada, respectivamente, dirigir (tomando decisiones, que muchas veces van más allá de la mera aplicación de normas) y gestionar (normalmente aplicando normas). Un “derecho a la buena administración” en cierto modo ya existe (está reconocido en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y en algunos Estatutos de Autonomía) pero el “derecho al gobierno abierto” parece otra cosa, en todo caso más concreta.

¿Sería posible configurar en el futuro un derecho al gobierno abierto, igual que ya se está configurando un derecho a la buena administración?

No podemos renunciar a que se gobierne de otra manera. ¿Dónde radica la apertura de la acción de gobernar? En síntesis: que la acción de gobernar tenga en cuenta los intereses de los ciudadanos. Cuáles sean tales intereses no nos interesa. En esto radica en definitiva la democracia (formal), que como principio que es, puede cumplirse “más o menos”. Es decir, se gobernará de forma más abierta si se atienden mejor las aspiraciones de los ciudadanos. Un gobierno cerrado sería entonces aquel que atendiera a la sola conciencia del gobernante, en una suerte de nuevo despotismo ilustrado (recuérdese la frase memorable: “he incumplido mi programa pero he cumplido con mi deber”, Mariano Rajoy) o a instrucciones ajenas al sentir de los ciudadanos, vengan de donde vengan (del partido, de los mercados o de instituciones supranacionales, por citar los tres poderes que con más evidencia influyen hoy en la acción de gobierno).

Un derecho al gobierno abierto ni está ni se le espera en nuestro ordenamiento pero sí podrían configurarse derechos que hicieran más abierta la forma de gobernar. Adoptaré al respecto el punto de vista de los modelos ideales para verificar después si encuentran reflejo en las normas vigentes en nuestro país.

Recapitulando: gobernar es decidir, gobernar de forma abierta es decidir teniendo en cuenta (no digo siguiendo) los intereses de los ciudadanos. En nuestro modelo (democracia representativa y de partidos) deciden los gobernantes, no los ciudadanos, y seguramente es inevitable que así sea: este es el principal límite (o más correctamente, la delimitación negativa) del derecho a participar. Ahora bien, los ciudadanos deberían poder influir “algo más” en las decisiones de los gobernantes, y ello en el día a día, no solo cada cuatro años. En democracia todos los poderes emanan del pueblo y ello exige comunicación recíproca y permanente. La “democracia avanzada” del Preámbulo de la Constitución refleja esta idea: la democracia como principio que puede cumplirse “más o menos” (Alexy). De la hoy dominante democracia tutelar de los partidos a la futura democracia de los ciudadanos hay todavía un largo camino por recorrer.

Los derechos del gobierno abierto son sobre todo derechos de participación. Los derechos de participación son derechos-función, es decir, sirven tanto a los intereses particulares de sus titulares como a su contribución al funcionamiento de la democracia. Clarificar la democracia que queremos se convierte así en presupuesto del análisis de los derechos de participación. La más reciente de la teoría de los derechos insiste en las obligaciones correlativas. Aquí no queremos destacar solo esto sino ante todo la idea de responsabilidad. Los derechos fundamentales no son un capricho. Participar no es pedir por pedir, hablar por hablar, decidir para conseguir ventajas. Los “asuntos públicos” no son cualesquiera asuntos. Por ejemplo, en muchas solicitudes de información intuimos muchas veces el abuso (el caso del jubilado que satura a los funcionarios con peticiones irracionales) o en la intervención en el debate público (el caso de los tweets ofensivos a los políticos), el ejercicio antisocial de la expresión.

En síntesis, cualquier decisión consta de tres pasos sucesivos (Eva Campos habla de cinco, yo suprimo quejas y unifico consultas y deliberación): la información, la deliberación y la decisión propiamente dicha. Veamos estos tres pasos en forma de derechos (ideales), asociados a la participación (en sentido amplio):

1. INFORMACIÓN. Una buena decisión debe tener presente toda la información relevante. La democracia exige que esa información esté al alcance de los ciudadanos, no solo de los gobernantes. Democracia es participación pero no se puede participar (bien) sin información previa. Las decisiones se apoyan en datos. Para ayudar a los gobernantes a decidir bien, los ciudadanos deben conocer esos datos antes de la decisión. El gobierno abierto exige entonces un derecho a la transparencia, que es algo más que el tradicional derecho a la información: nuevos contenidos implican nuevos nombres. No es lo mismo que los ciudadanos puedan solicitar información que ya existe a la Administración, que la Administración esté previamente obligada a publicar determinados datos y los ciudadanos a exigirlo.

La LT no reconoce un derecho a la publicidad activa. Es una obligación de la Administración sin un derecho correlativo. El artículo 9.3 prevé sanciones en última instancia. No es previsible que vayan a aplicarse. De momento, los Ombudsman podrían configurar un derecho en la práctica, garantizando los intereses subyacentes por vía de recomendaciones. Algunos ya lo hacen (José Julio Fernández).

La LT reconoce un nuevo derecho a la información pública, bien distinto al de la Ley 30/1992. Aun así, la regulación es cicatera (Manuel Pereiro y Javier Cruz). Sirve más bien para controlar las decisiones ya adoptadas, no para ayudar al gobernante a adoptarlas. El derecho administrativo clásico (decimonónico y en el mejor de los casos, liberal) se preocupa sobre todo del control después de la decisión. Una democracia avanzada exige participación, léase de momento información, antes a la decisión.

2. DELIBERACIÓN. Una buena decisión debe ser seguida de la discusión con los interesados o implicados en ella. El gobierno abierto exige entonces un derecho al debate público, que es algo más que el tradicional derecho a la libertad de expresión. No estamos refiriéndonos a las deliberaciones de los órganos colegiados (que suelen ser secretas en los niveles más altos, el dato es significativo) sino a la necesidad de escuchar las voces de los ciudadanos antes de que los gobernantes tomen las decisiones que solo a ellos corresponden.

Hablar libremente es condición necesaria pero no suficiente para una democracia de calidad. El proceso democrático exige normas y procedimientos. Las normas deberían reconocer algo más que la faceta negativa de la libertad de expresión, deberían prever cauces institucionales para que en determinadas materias pudiera escucharse la opinión, relativamente ordenada, de los ciudadanos. Sin regulación tenemos una anárquica amalgama de voces dispersas que no se escuchan entre sí. Hoy Internet se asemeja a una jaula de grillos.

Las normas ya lo prevén en algunos procedimientos administrativos pero con demasiados tintes de trasnochado corporativismo y escasa virtualidad en la práctica. Para el derecho administrativo español vigente, participar (en sentido estricto, como algo añadido a la mera información) implica lo mínimo, únicamente expresarse (realizar alegaciones en la terminología del derecho administrativo), nunca decidir. El concepto de Sánchez Morón nos sirve, por realista y descriptivo: “entendemos por participación del ciudadano en la Administración aquellos supuestos en que los ciudadanos directamente o las asociaciones que defienden y promueven sus derechos e intereses, ejercen una actividad tendente a influir en la adopción y el contenido de decisiones de trascendencia colectiva”.

Con carácter general contamos con el artículo 35 a) LPC, que reconoce el derecho de los interesados a “formular alegaciones y a aportar documentos en cualquier fase del procedimiento administrativo anterior al trámite de audiencia, que deberán ser tenidos en cuenta por el órgano competente al redactar la propuesta de resolución”, lo que se reitera en el artículo 79. En cuanto al trámite de audiencia, es obligatorio (para que los interesados puedan “alegar y presentar los documentos y justificaciones que estimen pertinentes”, art. 84.2), salvo “cuando no figuren en el procedimiento ni sean tenidos en cuenta en la resolución otros hechos ni otras alegaciones y pruebas que las aducidas por el interesado” (art. 84.3), circunstancia que en la práctica es la más común.

Para la elaboración de reglamentos el artículo 24.1 LG establece fórmulas más generosas de participación: en primer lugar, se deberán recabar los informes que “se estimen convenientes para garantizar el acierto y la legalidad del texto”; aunque la fórmula es imperativa (“deberán”), la referencia a la conveniencia la convierte en inútil a efectos participativos. Más importante es la previsión siguiente: “Elaborado el texto de una disposición que afecte a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos, se les dará audiencia, durante un plazo razonable y no inferior a quince días hábiles, directamente o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley que los agrupen o los representen y cuyos fines guarden relación directa con el objeto de la disposición” (art. 24.1 c) LG). Aquí hay dos cláusulas limitativas que deben ser interpretadas generosamente (no es esta la actitud de la jurisprudencia): “reconocidas por la ley” no implica que la ley las mencione expresamente y “directa” no quiere decir que la materia se encuentre expresa y exactamente aludida en los estatutos de la organización o asociación en cuestión. Como la fórmula es imperativa (“se les dará”), en caso de incumplimiento podrá acudirse a la jurisdicción contencioso-administrativa alegando vicio formal.

La normativa administrativa sectorial prevé en ocasiones formas especiales de participación orgánica, que a veces van más allá del procedimiento administrativo e incluso de la mera presentación de alegaciones e informes. Según el artículo 129.1 CE, “La ley establecerá las formas de participación de los interesados […] en la actividad de los organismos públicos cuya función afecte directamente a la calidad de vida o al bienestar general”. Veamos algunos ejemplos en materia de derechos sociales. El mayor desarrollo se encuentra en los derechos a la educación y a la seguridad social, pues no en vano la CE exige en ambos campos, de forma expresa, fórmulas participativas (respectivamente, arts. 27.5 y 129.2), pero hay también previsiones interesantes, por ejemplo, para el derecho a la salud (arts. 53 LGS y 67 LCC) o a la autonomía de las personas en situación de dependencia (arts. 4.2 e) y 16.4 LD).

Nuevamente, el problema que plantean todas estas disposiciones es que, salvo las últimas mencionadas, limitan la participación a la mera formulación de alegaciones (que pueden ser tenidas en cuenta o no) y sólo en el seno de procedimientos administrativos o de elaboración de reglamentos. Interpretando generosamente las normas administrativas, si estas fueran cumplidas por la Administración, se abrirían vías importantes para que una ciudadanía activa pudiera colaborar en la toma de decisiones. Pese a ello, el panorama no es muy alentador. En concreto y como ejemplo, la práctica de los consejos consultivos (seguramente el campo más importante de desarrollo de los mecanismos participativos en nuestro país) revela una actividad elitista y profesionalizada, desvinculada de los intereses reales de los ciudadanos y casi siempre inútil: muchas veces estas fórmulas participativas acaban burocratizándose, olvidando a la ciudadanía a la que deben servir y convirtiéndose en trámites engorrosos e inútiles para lograr el objetivo principal que pretenden, conectar a la ciudadanía con los gobernantes.

De otro lado, tenemos el debate en el Parlamento (el foro público por excelencia), pero la práctica demuestra que resulta insuficiente para ayudar a gobernar mejor. Los reglamentos parlamentarios solo prevén comparecencias en comisiones. Se hacen con cuentagotas y a veces sin publicidad. Predomina en la práctica una concepción elitista de la deliberación.

En definitiva, las normas jurídicas vigentes no reconocen un derecho general al debate público, solo derechos parciales en algunos procedimientos administrativos, de escasa eficacia en la práctica. ¿Haría falta reconocer ese derecho? ¿La sociedad lo demanda? ¿Cuál es la experiencia de las decisiones abiertas al debate público? ¿Por dónde empezar? ¿En qué canales?

Las preguntas son muchas y el tiempo escaso. Diré algo breve sobre los canales. La televisión no está sirviendo al proceso democrático, tampoco la televisión pública. Lean si no el artículo 3 de la Ley 17/2006, de la radio y televisión de titularidad estatal, y luego vean la televisión: no encontramos nada parecido a un auténtico foro público. Los artículos 4 a 9 de la Ley 7/2010, de comunicación audiovisual regulan los “derechos del público” pero entre ellos tampoco encontramos lo que buscamos.

El canal más adecuado (no el único) para el debate público podría ser Internet, por su sentido bidireccional. Los gobernantes podrían debatir con los ciudadanos como ciudadanos (para evitar el problema de la neutralidad ideológica de las instituciones, bien planteado por Göran Rollnert). En la práctica, lo hacen cuando quieren y cuando lo hacen buscan a terceros (el famoso community manager, por cierto, ¿quién le paga?) y no dialogan con los ciudadanos sino que lanzan mensajes unidireccionales de propaganda. Un síntoma más de la falta de comunicación entre gobernantes y gobernados.

Si no hay obligación de los gobernantes, luego no hay derecho de los ciudadanos pero podría haberlo. Debería haber canales públicos de comunicación bidireccional. Volvemos con ello a la idea, ya algo antigua, del servicio público de la comunicación. Entre otros, el gran teórico del derecho de la comunicación, Hoffmann-Riem ha insistido en el deber del Estado de garantizar estructuras que posibiliten el uso de Internet como instrumento del debate público necesario para avanzar hacia una mayor democracia, gobierno más abierto en nuestros términos.

3. DECISIÓN. Las decisiones, basadas en una información amplia y conocida por los ciudadanos y adoptadas tras escuchar la opinión de estos, corresponden sin duda a los gobiernos. Ahora bien, en algunos casos, los ciudadanos deberían poder tomar la iniciativa o ser consultados directamente sobre la decisión misma. El gobierno abierto exige entonces un derecho a la consulta, en determinadas situaciones. Nuestro ordenamiento prevé hoy mucho menos: un derecho (muy limitado en la norma y en la realidad) a la iniciativa legislativa y una habilitación (no un derecho) al gobierno para someter determinadas decisiones a referéndum (no jurídica pero sí moralmente vinculante). Este derecho a la consulta sobre la decisión a tomar resultaría procedente, por ejemplo, en materias especialmente polémicas (que involucren cuestiones morales o que dividan de manera clara a la ciudadanía) o que impliquen un incumplimiento flagrante del programa electoral.

Ciertamente, puede ayudarse a mejorar la forma de gobernar por cauces no institucionales, como el derecho de manifestación e incluso la desobediencia civil; los escraches, por ejemplo, son una mixtura entre ambos. Estos instrumentos de participación, siempre posibles, son útiles hasta cierto punto. Quienes creemos en las instituciones los vemos más bien como un parche provisional para remediar las carencias de los cauces institucionales. Si las garantías no jurídicas suplantan a las jurídicas (no digo que hayamos llegado todavía a ello) el Estado se pone en riesgo. Y algunos creemos todavía en el Estado.

En conclusión, nuestras normas jurídicas no reconocen suficientemente los derechos necesarios para mejorar la apertura de la forma de gobernar, no ayudan mucho a que se gobierne de forma más democrática.

Interpretar la Constitución en la dirección apuntada resulta demasiado forzado e idealista. La llamada interpretación evolutiva tiene sus límites. Lorenzo Cotino relata sentencias internacionales novedosas y José Martínez Soria se muestra escéptico al respecto. Se podría explorar la tesis de los derechos instrumentales al derecho fundamental del artículo 23.1 CE. En Colombia y Brasil hay mayores desarrollos constitucionales (Andrea Alarcón, Flavia Santiago). En España, estos derechos fundamentales ni están ni se les espera. La reforma constitucional en esta materia en España ni está ni se la espera.

Se impone por tanto un paso importante: sin necesidad de modificar la Constitución, dictar leyes (de momento podrían ser autonómicas), en su defecto reglamentos, en su defecto protocolos de actuación, que amplíen los contenidos de los derechos a la información pública, a la libertad de expresión y a la iniciativa legislativa para convertirlos, respectivamente, en derechos o en fragmentos de derechos a la transparencia, al debate público y, en determinados casos, a la consulta.

En las comunidades autónomas se puede avanzar por la senda del contenido adicional (ampliaciones de la ley estatal) de los derechos fundamentales. Javier Cruz ha realizado un completo análisis del marco competencial y de las leyes ya aprobadas (Galicia, Islas Baleares, Navarra, Extremadura y Andalucía). Como bien señala Lorenzo Cotino, la STC 119/1995, al restringir tanto (en mi opinión, de manera vergonzante) el contenido del derecho del artículo 23.2 CE facilita el campo de actuación de las comunidades autónomas. No hay mal que por bien no venga. Que no se preocupe Javier Cruz por los problemas competenciales: que las comunidades autónomas regulen, que nadie lo va a recurrir. Si el Presidente del Gobierno recurre, lo hará contra la democracia, y los ciudadanos no se lo van a permitir. En España todo es constitucional mientras el Tribunal Constitucional no diga lo contrario.

En Latinoamerica hay experiencias legislativas interesantes que deberían tenerse en cuenta.

Que, una vez reconocidos, estos derechos se ejerzan o se cumplan, será otra cuestión.

Guillermo Escobar
Profesor titular de derecho constitucional de la Universidad de Alcalá

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