Las encuestas para la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil señalaban un empate técnico entre la actual presidenta y candidata del Partido de los Trabajadores, Dilma Rousseff y el candidato Aécio Neves de la Social Democracia Brasileña. Como decían muchos especialistas, un verdadero enfrentamiento clásico en el actual escenario de la política brasileña, en el cual se polarizó la disputa que venía desde las cuatro últimas elecciones, colocando, de un lado, a la izquierda moderada del líder carismático y ex-presidente Lula da Silva y, del otro, a la centro derecha conservadora del ex-presidente Fernando Henrique Cardoso, aunque nunca en un cuadro de disputa tan feroz.
Los debates anteriores a la elección fueron marcados por una serie de ofensas y acusaciones personales. En estos, los candidatos estaban más preocupados por descalificarse el uno al otro que por exponer planes y soluciones para el futuro de un gran país que necesita urgentemente hacer frente a su grave crisis social. En ese sentido, mientras la Social Democracia intentaba demostrar que apoyaba la continuidad de programas sociales consolidados por el Partido de los Trabajadores, como el Bolsa Familia, para ganar el apoyo de las clases más pobres de la sociedad; el Partido de los Trabajadores buscaba mejorar su imagen especialmente ante el empresariado, proponiendo una administración más abierta a la participación de ese sector en sus acciones políticas.
Ante tal panorama, se percibe nítidamente donde se concentraban las disputas por votos entre los candidatos, retratando incluso los focos de concentración político-social existentes actualmente en Brasil: electores de menor renta que abogan por la manutención y ampliación de programas sociales, y electores de renta más alta, que valorizan una política económica de control de la inflación, fantasma que constantemente asombra a todos los gobiernos brasileños desde la década de los 90.
Al final, a diferencia de la primera vuelta en la que se barajaba el nombre de Marina Silva como eventual candidata para la disputa de la segunda vuelta, el resultado de la elección confirmó lo que ya preveían las encuestas, es decir, una elección presidencial extremadamente rivalizada, en que la diferencia entre la vencedora Dilma (51,64%) y Aécio (48,36%) fue de apenas 3 puntos porcentuales.
Así, con la nueva y difícil victoria de Dilma Rousseff, el Partido de los Trabajadores celebró el “tetracampeonato” en las presidenciales de Brasil y sus 16 años en el poder (dos mandatos consecutivos de Lula y dos consecutivos de Dilma), consolidando una hegemonía única en el nuevo panorama democrático surgido tras la aprobación de la Constitución de 1988. Sin embargo, el momento nos parece más de acción que propiamente de celebración, pues Dilma tendrá por adelante la ardua misión de cumplir con las expectativas de su electorado, básicamente, política de sostenimiento y desarrollo de programas sociales, y simultáneamente conciliar los intereses de los derrotados que representan prácticamente la mitad de la población brasileña, la cual, de acuerdo con la radiografía dada por el resultados de las elecciones por Estados-miembros, se encuentran centrados en las regiones más ricas de Brasil, especialmente, sur y sudeste (esa última región con excepción de los Estados-miembros de Rio de Janeiro y sorprendentemente de Minas Gerais, nido político de Aécio Neves, que acabó por decretar su derrota).
Como de costumbre, personalidades y gran parte de los derrotados expresaban su descontentamiento y deseo de dejar el país, en redes sociales y noticiarios. De hecho, algunas de esas manifestaciones públicas generaban una forma de intolerancia jamás vista en la reciente democracia del país, creando un ambiente de discriminación y animosidad entre las regiones nordeste y sur; mientras tanto, Dilma realizaba su discurso como vencedora clamando por la realización de un dialogo entre los diversos sectores de la sociedad y fuerzas políticas para dar condiciones apropiadas de gobernabilidad al país, trayendo nuevamente a discusión la famosa reforma política.
Entra gobierno, sale gobierno y todos vuelven a hablar sobre la necesidad de una reforma política. Aunque pueda parecer una paradoja, desde la promulgación de la actual Constitución brasileña, los especialistas ya exigían la realización de una revisión en el sistema político y electoral, especialmente, para la creación de un modelo institucional de representatividad que pudiera alcanzar equitativamente a la población de todas las regiones del país, que permita una mayor transparencia de las actividades parlamentarias y una línea política ideológica más bien delineada entre partidos en coalición.
Para tener una idea, Fernando Henrique Cardoso, durante su gobierno, reconoció la necesidad de una revisión constitucional del sistema político, pero atribuyó al Congreso Nacional la responsabilidad de su realización, justificando tal actitud en el principio de la separación de los poderes y en la no interferencia del ejecutivo en asuntos que competen propiamente al legislativo, como si no fueran de interés general de la nación. Lula da Silva, en su primer discurso como Presidente de la República, también prometió una amplia reforma política, la cual tampoco se concretó.
Después de las intensas manifestaciones populares de 2013, a causa de la gran cantidad de casos de corrupción que marcaban el gobierno del Partido de los Trabajadores y los absurdos gastos en el mundial de futbol, Dilma respondió a la población con un plan que abarcaba una serie de acciones estratégicas, como por ejemplo, la transferencia de los valores obtenidos por las regalías de petróleo para el presupuesto de la educación (como tuvimos la oportunidad de comentar en artículo anteriormente publicado); entre ellas también encontramos la realización de una consulta popular con respecto a la implementación de una reforma política, propuesta que no fue muy bien recibida por el Congreso Nacional y que posee un conjunto de obstáculos institucionales-constitucionales para su legítima concreción.
La Constitución brasileña vigente, en relación a su proceso de mutabilidad, es categorizada como un modelo rígido, es decir, el procedimiento de aprobación de leyes de reforma constitucional es más solemne, toda vez que, a diferencia de las demás especies normativas, demanda un mayor esfuerzo político para alcance de los quórums exigidos en las Casas Legislativas. Así, de acuerdo con las disposiciones constitucionales que versan sobre el tema, será necesaria la obtención de tres quintas partes de los votos favorables de los miembros de cada Cámara Legislativa para su aprobación.
Asimismo, es importante recordar que la Constitución brasileña vigente va un poco más allá en términos de alterabilidad, poseyendo un núcleo inmutable de valores que no pueden ser alterados por leyes de reforma constitucional, denominados cláusulas pétreas, lo que lleva a algunos juristas y expertos a clasificarla como híper-rígida.
Otro punto relevante con respecto a la tipología de la Constitución brasileña vigente es que es clasificada, en cuanto a su extensión, como analítica, o sea, opta por disponer de forma minuciosa sobre algunas temáticas, direccionando y agotando el margen de discrecionalidad del legislador infra-constitucional.
Esos aspectos generan efectos directos en las condiciones de gobernabilidad del país, pues, si por un lado traen un mayor contenido de seguridad a las instituciones políticas, por otro una Constitución exageradamente rígida y exhaustiva enyesa formalmente en su contenido una posible flexibilidad de normas constitucionales para adaptarlas a las transformaciones constantemente exigidas por una sociedad históricamente perjudicada por la inercia e inepcia del aparato estatal, como es el caso de Brasil, y es justamente donde se insertan los principales puntos de la reforma política.
Entre las principales propuestas de reforma política, destacamos los siguientes temas: forma de financiación de los candidatos, ellos dejarían de ser financiados por entidades privadas, recibiendo donaciones de empresas que posteriormente exigen la contrapartida en acciones políticas direccionadas a sus intereses; el sistema electoral, con la posibilidad de implantación del voto distrital para posibilitar acercamiento y mayor control de los políticos por su electorado; no continuidad de la suplencia en el Senado, evitando que aquellos que no fueran elegidos en votación asuman la condición de Senador (en la composición del Senado Federal de las 81 plazas, 17 eran ocupadas por suplentes); el fin de los llamados “matrimonios temporales”, eso es, coligaciones transitorias realizadas por los partidos políticos con duración apenas para el pleito electoral, de tal modo que en las propuestas de reforma las coaliciones electorales tendrán validez extendida por todo el mandato de los políticos electos, como una forma de decretar el fin del pragmatismo político que impera y daña la confianza de los ciudadanos en el Estado brasileño.
Interesante señalar que todas esas temáticas están contenidas en la Constitución brasileña, lo que significa que están protegidas por un contenido de rigidez y además de eso son tratadas en detalle en muchos pasajes de aquel Texto, lo que dificulta el trabajo del gobierno para alcanzar los votos favorables necesarios para la aprobación de leyes de reforma constitucional. Además, algunos expertos entienden que el sistema político y electoral sería abarcado por la idea de cláusulas pétreas, una vez que entre los valores protegidos por esa disposición encontramos el “voto directo, secreto, universal y periódico”, presupuesto del republicanismo brasileño y que por un criterio de interpretación extensiva sería considerado inmodificable; por tal motivo, se justificaría la no aprobación e incluso la no postulación de la reforma política por el Congreso Nacional.
Ya existen voces exigiendo la celebración de una Asamblea Constituyente para tratar de la reforma política. La propia presidente electa, en junio de 2013, se manifestó en el sentido de convocar una consulta popular para autorizar la instauración de una Constituyente direccionada específicamente a la realización de la reforma política. La realización de esa consulta popular por medio de un plebiscito sería un problema más para Dilma, pues la facultad para autorizarlo y convocarlo pertenece al campo de competencia exclusiva del Congreso Nacional, que ya se manifestó, especialmente a través de una importante bancada de parlamentarios, con gran resistencia respecto a su posible realización. Tal dificultad hace que Dilma empiece a hablar de la posibilidad de someter la reforma política a consulta popular no ya a través de un plebiscito, sino por medio de un referendo. Aclaramos que, en los términos de la legislación brasileña, la diferencia entre plebiscito y referendo lleva en consideración un aspecto temporal, eso es, la consulta popular en el plebiscito ocurre antes de la aprobación de la ley, mientras que para el referendo la participación popular se da después de la aprobación de la ley por el Congreso Nacional. El último referendo realizado en Brasil fue en octubre de 2005, para decidir sobre la comercialización de armas de fuego, que, de acuerdo con el Tribunal Superior Electoral brasileño, puede ser considerado la mayor consulta popular del mundo, considerando la participación de cerca de 125 millones de ciudadanos.
Por lo tanto, la reforma política se presenta como uno de los puntos claves del nuevo gobierno de Dilma para atribuir una dosis de confiabilidad a las instituciones gubernamentales del país, probando que la clase política posee ideología y un proyecto para el futuro que no surge solo en ocasión de las elecciones, como por ejemplo la propuesta de fidelidad partidaria que imposibilita el cambio indiscriminado de partidos durante el mandato parlamentario. Además, una reforma político-electoral sería una oportunidad crucial para la corrección de los mecanismos de representatividad en relación a los grupos históricamente perjudicados por el actual sistema, como negros e indígenas, promoviendo un equilibrio en las relaciones de políticas sociales del país.
De todos modos, percibimos las dificultades para la concreción de esa reforma, sobre todo, por la falta de voluntad política del Congreso Nacional, que, de acuerdo con el resultado de las últimas elecciones será caracterizado por la fragmentación y el conservadurismo, lo que exigirá un gran esfuerzo político por parte de Dilma y sus interlocutores para gestionar las negociaciones con las dos Casas Parlamentarias, especialmente, con la disminución del apoyo al gobierno, aunque algunos partidos que tienen importante representación en la Cámara, como el caso del PMDB, apoyarán las políticas del gobierno, mientras ocupen cargos políticos, retratando una vez más la clase de práctica política existente en el país: total ausencia de compromiso con una línea ideológica o incluso con un proyecto serio de construcción de un Estado.
Esa posible tensión y constante proceso de negociación entre gobierno y Congreso Nacional empezó después de las elecciones, el martes 28, no dando ni al menos un respiro a Dilma tras el intenso embate con la Social Democracia, teniendo en cuenta la revocatoria en la Cámara de los Diputados del Decreto n. 8.243/2014, que propondría la Política Nacional de Participación Social, que consistía en la institucionalización de la consulta a consejos populares por órganos de gobierno antes de la toma de decisiones sobre la realización de políticas públicas para incremento de la gestión de los intereses públicos. La oposición victoriosa argumentaba que el gobierno pretendía reducir el papel del Poder legislativo, llegando algunos más conservadores y desinformados a decir que se trataba de un intento de implantar el comunismo en el país, como si el Partido de los Trabajadores en sus 16 años en el poder ya no hubiera probado que se trata de una izquierda a la derecha, para ser provocativamente contradictorio.
Todas esas consideraciones llevan a la conclusión que la reforma política apenas se concretará con la participación decisiva de la sociedad civil que deberá, una vez más, tomar en sus manos la rienda del país ante la ausencia del Estado, como ocurrió en el proyecto de ley de iniciativa popular “Ficha Limpia”, que tuvo la participación de más de 1,6 millones de ciudadanos para presionar a la Cámara de los Diputados y el Senado Federal a aprobar la legislación sobre el tema (Ley Complementaria 135/2010), la cual prohíbe que políticos condenados por decisiones colegiadas puedan participar en elecciones, reforzando el ideal de moralidad y probidad exigidos por la Constitución. Paralelamente, la maciza participación de los ciudadanos demuestra la actual exigencia del pueblo brasileño de un gobierno sin corrupción y comprometido con el futuro del país.
Así, si podemos hablar en un mínimo de ideología en Brasil, en un país dividido a la “izquierda” y a la “derecha” como reveló el resultado final de las elecciones presidenciales, la vencedora, Dilma Rousseff tendrá que realmente dialogar mucho con victoriosos y derrotados, emprender una verdadera carrera para calmar los ánimos de la sociedad, adoptar las políticas necesarias para poner el país en marcha y consolidar la hegemonía del Partido de los Trabajadores en el poder, construyendo la figura de su posible sucesor. Tal es así que parece que las Olimpiadas para Dilma ya empezaron.
Ernani Contipelli
Director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales Comparados
Profesor del Programa de Doctorado en Derecho de la Universidad Autónoma de Chile
El mateix autor va escriure un article al nostre blog en relació a la primera volta de les eleccions, el podeu consultar aquí