El 10 de diciembre de 2014 se publicó en el núm. 6767 del Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya, la Ley 15/2014, de 4 de diciembre, por la que se crea en Cataluña el impuesto sobre la provisión de contenidos por parte de prestadores de servicios de comunicaciones electrónicas y de fomento del sector audiovisual y la difusión cultural digital, en adelante IPSCE (la versión en castellano de dicha ley se publicó en el Boletín Oficial del Estado, núm. 309, de 23 de diciembre de 2014). Durante todo el año 2014 se había venido trabajando en el mismo, pero su tramitación parlamentaria fue verdaderamente acelerada, pues la fecha de registro del proyecto de ley en el Parlamento, el 19 de noviembre, es apenas un mes anterior al de su aprobación. El Gobierno de España ha anunciado su intención de presentar recurso de inconstitucionalidad contra el mismo, sin que, mientras tanto, la Generalidad renuncie a su implantación, y está pendiente, a la fecha de redacción de estas líneas, de su necesario desarrollo reglamentario –pendiente del dictamen preceptivo de la Comissió Jurídica Assessora– sin el que no es posible su aplicación efectiva.
Se trata de un impuesto propio de Cataluña por el que se sujeta a gravamen la provisión, el “disfrute” más bien, de servicios de adsl y cuya recaudación afecta a la financiación de políticas culturales de la Generalidad de Cataluña en el ámbito del sector audiovisual y digital.
Las características generales del impuesto son las siguientes:
(a) Es un tributo, impuesto, propio de la comunidad autónoma catalana.
(b) Es de naturaleza finalista, de ordenamiento o finalidad extrafiscal, cuyo objetivo es dotar los fondos para el fomento de la industria audiovisual de Cataluña y el Fondo de fomento para la difusión cultural digital (art. 1.2 LIPSCE).
(c) Se trata de un impuesto propiamente dicho, más allá de que se denomine así, por cuanto no se exige con ocasión de ninguna actividad administrativa, requerida o no por el contribuyente, ni en relación al aprovechamiento especial del dominio público.
(d) El hecho imponible del impuesto es la disponibilidad del servicio de acceso a contenidos existentes en redes de comunicaciones electrónicas, mediante la contratación con un operador de servicios (…) con independencia de la modalidad de acceso al servicio (art. 3 LIPSCE).
(e) Su ámbito de aplicación es el territorio de Cataluña (art. 2 LIPSCE) delimitándose como criterios de sujeción a la radicación del inmueble en el que se provee el servicio o la residencia habitual de las personas físicas –o domicilio fiscal de las jurídicas– de aquellos que lo contratan (art. 4 LIPSCE).
(f) El período impositivo del impuesto es el mes y se devenga el primer día del mismo (arts. 7 y 8 LIPSCE).
(g) Lo que sin duda resulta el aspecto más original y extravagante del impuesto, en cuanto a sus elementos esenciales, es que se identifica como contribuyente a quien tiene contratado el servicio y como sustituto del mismo, sin derecho a reembolso, al prestador del servicio (art. 6 LIPSCE).
(h) Se establece una evanescente exención subjetiva respecto de los contratos suscritos con un “operador constituido en persona jurídica sin ánimo de lucro” (art. 5 LIPSCE).
(i) La cuota tributaria es fija y se eleva a 0,25€ por contrato de servicio y periodo impositivo, lo que viene a suponer 3 € anuales por usuario y contrato (art. 9 LIPSCE).
(j) El impuesto se exige en régimen de autoliquidación a presentar por el sustituto del contribuyente y las actuaciones de gestión, recaudación, comprobación e inspección corresponden a la Agencia Tributaria catalana, aun cuando se hace expresa referencia al respecto a la colaboración que en todo ello han de prestar a la misma los departamentos de Consumo –en cuanto a la vigilancia para evitar la repercusión del gravamen– y de Cultura, por cuanto sus rendimientos están directamente vinculados a lo que se identifica como “difusión cultural digital” mediante dos fondos afectados a tal fin, uno de los cuales –“fomento de la difusión cultural digital”– se ha creado por esta misma ley (arts. 14-17 LIPSCE).
(k) Se establece un régimen de infracciones y sanciones genérico, por remisión en bloque a la normativa de la Ley 58/2003, General Tributaria, íntegramente aplicable a los tributos autonómicos –como a los estatales y a los locales– mencionando como única especialidad al respecto que su imposición corresponde a los órganos de la Agencia Tributaria de Cataluña.
(l) Por último, en lo relativo al régimen de recursos, al igual que ocurre con las sanciones, se hace una remisión en bloque a la normativa general tributaria, atribuyendo, claro está, la competencia en cuanto a la resolución de las reclamaciones económico-administrativas que eventualmente se interpusieran al órgano administrativo competente por lo que se refiere a impuestos propios catalanes, la Junta de Finanzas de Cataluña.
La clave para entender este impuesto, como casi siempre en el ámbito de la imposición propia de las CCAA, es su carácter extrafiscal. De hecho, el ejercicio de toda la difusión del proyecto y su debate con la opinión pública, quien ha llevado el protagonismo al respecto no ha sido la Consejería de Finanzas de la Generalidad sino la de Cultura. La finalidad del impuesto no es la de que todos contribuyan al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo, como dice la Constitución, “con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo” (art. 31.1 CE) –prescindiendo aquí de que su establecimiento coadyuve o no a la realización de este loable objetivo– sino, lisa y llanamente, la de “dotar los fondos para el fomento de la industria audiovisual de Cataluña (…) y el Fondo de fomento para la difusión cultural digital” (art. 1.2 LIPSCE).
En realidad, el impuesto es un instrumento financiero que trata de corregir un fallo en el mercado de contenidos digitales que es algo más que evidente. Lo cierto y verdad es que, por unas razones o por otras, quienes vierten contenidos en la red –audiovisuales o de otro tipo en formato electrónico– no obtienen una adecuada retribución por parte de quienes los consumen. Quien verdaderamente se está llevando la parte gruesa del negocio digital son las compañías que gestionan las conexiones por cable o inalámbricas a la red a quienes todos los usuarios abonamos prestaciones mensuales más que gravosas y los buscadores de contenidos. Cuando se suele decir, alegremente, que en internet, para el usuario, la mayoría de los contenidos son gratuitos lo cierto y verdad es que se está haciendo un análisis muy superficial de la estructura del negocio. Aun cuando la mayor parte de las consultas y descargas de contenidos son gratuitas, para poder realizarlas se están pagando sustanciosas sumas de dinero a los proveedores –las compañías comercializadoras del acceso por cable o inalámbrico a la red– de los cauces por los que esos contenidos llegan a los usuarios. Y, en menor medida aunque en absoluto despreciable, las que comercializan los dispositivos electrónicos a través de los que acceder a dichos contenidos.
Este palmario y evidente fallo de mercado es lo que el impuesto catalán en cuestión trata de paliar. No en vano se mencionan al respecto, como referente, a las prestaciones patrimoniales públicas de distinto género y condición –algunas de ellas de naturaleza tributaria pero la mayoría de carácter parafiscal– que en otros países, como Italia, Francia, Reino Unido o incluso en el conjunto de España, se utilizan para financiar las televisiones públicas y la producción audiovisual de las mismas. Se establecen en dichos ordenamientos, en este sentido, dispares instrumentos financieros de naturaleza pública al objeto de que los usuarios de los contenidos –los propietarios de televisores, por ejemplo– los competidores del sector público –las compañías privadas de contenidos audiovisuales– u otras entidades ubicadas en la cadena del negocio audiovisual –quienes comercialicen las conexiones, en el caso catalán– contribuyan a financiar la producción y difusión de determinados contenidos audiovisuales y culturales que se consideran dignos de protección y estímulo por razones de interés general, o de promoción de los contenidos representativos de una determinada visión cultural. No es casual, en este sentido, que este impuesto haya surgido, precisamente, en Cataluña, cuya industria audiovisual pública es la más significativa de todas las autonómicas.
Para tratar de paliar el expuesto fallo de mercado, en la ley española de propiedad intelectual que precedió a la actualmente en vigor, se estableció una prestación patrimonial pública, conocida como el “canon de copia privada”, que venía a incidir en el mismo de otra forma. Ciertamente, no era un sistema perfecto y fue objeto de acervas críticas en lo relativo a las cuantías del canon, a su propia existencia y, sobre todo, al control efectivo sobre el funcionamiento y criterios de gestión aplicados por alguna de dichas entidades de gestión de derechos, de la Sociedad General de Autores, en particular, envuelta en sonoros y reiterados escándalos financieros.
Una segunda clave de interpretación del impuesto es la manifiesta pretensión de hacer recaer el coste del mismo no sobre el usuario de los servicios de acceso sino sobre sus proveedores. No se quiere, supuestamente, encarecer el coste del servicio en Cataluña, o para los residentes en Cataluña, sino que sea la empresa proveedora de los servicios quien soporte la carga tributaria derivada del original tributo.
Esta “inútil precaución” –en términos rossinianos– es lo que ha determinado la extravagante configuración del impuesto. Si era eso lo que se pretendía, lo lógico hubiera sido que el contribuyente hubiera sido la empresa –como de hecho lo es– pero, claro está, en tal caso se habría debido configurar como hecho imponible o bien la prestación del servicio –tropezando en tal caso, con el IVA– o la cifra de negocios –entrando entonces en conflicto con el Impuesto sobre Sociedades– para incurrir por lo tanto, en ambos casos, en una flagrante vulneración de las prescripciones constitucionales en materia de asignación de responsabilidades tributarias. De ahí que se haya concebido esta, sin duda, creativa ordenación estructural del gravamen.
El elemento objetivo del hecho imponible es, pues, la “disponibilidad del servicio”, que no su prestación. No se habla de contratación, ni de prestación, ni de titularidad, ni de obtención de rendimientos, por cuanto en todos estos casos se habría corrido el riesgo de incurrir en manifiestas causas de inconstitucionalidad. No, se opta, en cambio, por delimitar como elemento objetivo del hecho imponible, en su aspecto material, un hecho ajeno a la realidad jurídica formal que no es otro sino el de “disponer” de servicio de comunicaciones electrónicas.
El cuadro se cierra con una singular configuración legal de los sujetos pasivos que constituye, sin duda, la piedra de toque del impuesto y en el que se adivina su verdadera naturaleza, que no es otra sino la de un impuesto directo que viene a sujetar a gravamen la cifra de negocios en Cataluña de las operadoras de servicios de comunicaciones electrónicas.
La técnica utilizada a este respecto es verdaderamente sorprendente y original. La subjetividad tributaria se escinde en dos. Por una parte, se hace recaer la condición de contribuyente sobre quien contrata el servicio, quien realiza el hecho imponible que, como se ha hecho notar, no es sino la disponibilidad de acceso a los servicios de comunicaciones electrónicas mediante contrato suscrito al efecto. Pero, en paralelo, se le sustituye en el cumplimiento de todas las obligaciones formales y materiales por un tercero, sustituto, que no es otro sino el prestador del servicio. Con una peculiaridad insólita en nuestro derecho tributario. Se priva al sustituto de su habitual, y natural, derecho de reembolso, la rivalsa italiana.
De este modo, y en consonancia con la explícita voluntad del legislador, que se expresa con toda claridad en la exposición de motivos del texto legal, el articulado de la ley protege de toda carga tributaria –formal o material– a quien designa como “contribuyente” del impuesto. En definitiva, la configuración como sujeto pasivo del tributo de quien tiene contratado el servicio, en realidad es puramente teórica. Se trata de un contribuyente formal, que no material. El sujeto pasivo legal y el económico –quien en la doctrina en ocasiones se ha calificado como “contribuyente de hecho”– no coinciden. A todo lo largo de la ley, no sólo en este artículo, es bien claro que el legislador tiene la intención de hacer recaer todo el peso del impuesto sobre el sustituto, que “no puede exigir al contribuyente el importe de las obligaciones tributarias satisfechas”. Desde el momento en que los operadores que prestan el servicio, en tanto que sustitutos, deben sufragar la integridad de la cuota tributaria, sin derecho de reembolso, y todas y cada una de las obligaciones formales previstas en cuanto a su exigencia, el impuesto, en realidad, no incide sobre la capacidad económica manifestada por quien realiza el hecho imponible, quien contrata el servicio, sino sobre la de aquél que lo presta, el operador.
No estamos, pues, ante un impuesto indirecto sino directo. No es posible la repercusión de la carga tributaria, ni se incide sobre el consumo, sino que, sencillamente, se está sujetando a gravamen la renta obtenida por las operadoras, prohibiendo a las mismas su repercusión jurídica en cabeza de los contribuyentes. Todo esto conduce a que el impuesto sea un coste más para las empresas distribuidoras y, en consecuencia, un tributo sobre sus beneficios. En tanto en cuanto se les prohíbe resarcirse del gravamen en cabeza de los contribuyentes, están llamadas a integrar la cuota tributaria del impuesto en su función de costes, en detrimento de sus beneficios.
La razón de ser de tan extravagante estructura es bien sencilla de entender. Si se quería incidir sobre la capacidad económica de las operadoras de servicios de comunicaciones electrónicas –y la voluntad del legislador es más que evidente a tal respecto– el derecho tributario ofrece dos caminos para hacerlo. O bien se establece un impuesto indirecto sobre el consumo, sin repercusión, un tanto irregular pero factible o, con mayor propiedad, se opta por un impuesto sobre la cifra de negocios en Cataluña de las operadoras. Pues bien, en ambos casos se habría entrado en flagrante contradicción con la normativa constitucional y comunitaria al respecto. En el segundo, porque las disposiciones constitucionales reguladoras de la asignación de responsabilidades tributarias entre las distintas administraciones públicas no dejan espacio alguno para que las comunidades autónomas de régimen común establezcan gravamen alguno sobre la cifra de negocios de las empresas que operan en sus territorios. En el primero, porque establecer un impuesto especial sobre la prestación de unos determinados servicios, además de tropezar con las mismas disposiciones constitucionales, habría presentado serios problemas de compatibilidad con las previsiones comunitarias de armonización de los impuestos indirectos, del IVA en particular.
No es una mala idea pensar en el instrumento tributario, o en otro tipo de prestaciones patrimoniales públicas, como el cauce adecuado para corregir los fallos de mercado en el sector digital más arriba descritos. Lo que no parece tan claro es que el modo de hacerlo sea a través de un impuesto autonómico de estas características. El viejo sistema de los derechos de copia privada gestionados por las entidades de gestión de derechos de autor, de iniciativa social y abiertas, era un instrumento financiero bastante más equilibrado a tales efectos.
A la luz de la doctrina constitucional hay motivos para pensar que si, como efectivamente ha trascendido en prensa, el Gobierno de España decide interponer recurso de inconstitucionalidad contra este impuesto, nuestra Corte constitucional lo expulse del ordenamiento jurídico. Por entender que la Generalidad no tiene competencias en lo relativo a la ordenación de las telecomunicaciones, por considerar que tropieza con el hecho imponible del IAE, o, con más claridad, por concluir –como ocurrió con el impuesto balear sobre determinadas instalaciones que inciden en el medio ambiente (STC 289/2000)– que, en realidad, se trata de un impuesto sobre la cifra de negocios de las compañías proveedoras de servicios de comunicaciones electrónicas, que se superpone al Impuesto sobre Sociedades o, en otro sentido, al IVA.
Ciertamente, el intento del Gobierno catalán de resolver lo que constituye un fallo de mercado bastante palmario puede resultar fallido por una cierta carencia de técnica legislativa en su formulación. No obstante lo cual, el problema que ha tratado de atajar pervive. En el mercado digital quien hace el negocio es, fundamentalmente, quien facilita el acceso a la red o quien facilita la localización en la misma de lo que al usuario interesa, mientras que quien provee los contenidos –quien más valor añadido aporta– tropieza con más que notables dificultades para lograr de quien accede a los mismos una retribución razonable. El derecho financiero, sin duda, podría instrumentar cauces adecuados para paliar esta disfunción e introducir una mayor racionalidad en la distribución de los recursos financieros que genera el mercado digital. Ya existe en España, de hecho, una exacción parafiscal con una estructura pareja –aunque más simple– a la de este impuesto. Y es que en virtud de lo establecido al respecto mediante la Ley 8/2009, de 28 de agosto, los operadores de telecomunicaciones deben de realizar una aportación preceptiva a unos fondos destinados a financiar el fomento de la industria audiovisual y el de la Corporación de Radio y Televisión española. Una posibilidad, cargada de lógica, habría sido que se hubiera modificado esta prestación patrimonial de derecho público para incrementarla y dar entrada en el elenco de sus destinatarios a las industrias audiovisuales, y de difusión cultural digital, autonómicas.
José A. Rozas
Catedrático acreditado de la Universitat de Barcelona