Hay consenso en afirmar que los 30 años transcurridos desde la adhesión de España –junto con Portugal– a la UE, que ahora celebramos, han supuesto un empuje determinante para la modernización política, económica y social de nuestro país, tras dos siglos de declive y aislamiento en el escenario internacional. El apoyo incondicional de la práctica totalidad de nuestra clase política, así como de nuestra opinión pública, al proyecto de integración europea explican nuestra voluntad permanente de anclaje en el ”núcleo duro” de dicho proyecto, al lado del eje franco-alemán, y nuestra decidida participación, en consecuencia, en la vanguardia o ”primera velocidad” de todas aquellas políticas representativas de la avanzadilla de una unión más estrecha entre los estados miembros, ya fuese la moneda única o la eliminación de controles en las fronteras interiores plasmada en el espacio Schengen (del cual también se conmemoran estos días los 30 años de su tratado fundacional, firmado el 14 de junio de 1985).
Europa respondió a nuestra entusiasta adhesión con un esfuerzo financiero sin precedentes, convirtiéndose nuestro país durante años –hasta la reciente entrada de Polonia– en el principal receptor de fondos estructurales y de cohesión europeos, y en el segundo beneficiario –tras Francia– de ayudas agrícolas, hasta alcanzar casi el 1% de nuestro PIB anual, y habiendo pasado nuestro PIB anual per cápita de 6.307€ en 1986 a 22.780€ en 2014, con un pico de 24.274€ registrado en 2008, antes del comienzo de la recesión económica. En términos porcentuales, nuestro PIB per cápita, que representaba el 73,2% de la media europea en 1986, llegó al 102,8% en 2007, situándose en 2013 en el 94,5%.
En estos 30 años, la UE ha experimentado una profunda transformación, tanto en su ordenamiento jurídico como en su composición. Así, desde nuestra adhesión, la mutación constitucional –el desarrollo de su derecho primario– ha sido permanente: Acta Única Europea, tratados de Maastricht, Amsterdam, Niza y -tras el fracaso del proyecto de Constitución de la UE –Lisboa. Las dificultades para llevar adelante los procesos de ratificación en 28 estados miembros parecen haber enfriado el impulso –al menos de momento– para acometer nuevas reformas de los tratados, como se está viendo estos últimos meses en el contexto del debate sobre la continuidad británica en la UE.
En la base de esta evolución constitucional se encontraba la necesidad de seguir compaginando, en la medida de lo posible, la ampliación de la Unión con la profundización de sus políticas. Con la adhesión de España y Portugal en 1986 se alcanzó el número de 12 estados miembros. Desde ese año, después de cuatro nuevas ampliaciones, y en particular el ”big bang” de 2004 por el que entraron 10 nuevos estados, la Unión cuenta actualmente con 28 estados miembros. Ello ha acarreado un intenso cambio estructural. La UE es hoy en día mucho más heterogénea que hace 30 años. Para que el proceso de integración no quedase bloqueado en sectores clave se ha previsto la posibilidad de poner en marcha mecanismos de diferenciación o de cooperaciones reforzadas, empezando con el caso del euro, el más emblemático, utilizado actualmente por 19 países. Al mismo tiempo, para evitar la parálisis institucional, se ha generalizado el voto por mayoría cualificada en el Consejo, proceso que empezó con el Acta Única Europea, habiéndose pasado de un sistema de ponderación de votos a otro, en vigor desde el 1 de noviembre de 2014, de doble mayoría de estados miembros (55%, es decir, 16 sobre los 28 actuales) y de población (65%, la población española representando en estos momentos el 9,17% del total de población de la UE), si bien cualquier Estado miembro puede pedir –hasta el 31 de marzo de 2017– que se siga aplicando, en una votación concreta, el «sistema de Niza» (en el que España cuenta con 27 votos, los mismos que Polonia, frente a los 29 votos de los ”cuatro grandes”).
Paralelamente, sobre todo desde el Tratado de Maastricht, se han ido reforzando los fundamentos democráticos de la Unión. En el ámbito del procedimiento legislativo, ello ha conducido, mediante el Tratado de Lisboa, a una generalización del procedimiento de codecisión – ahora denominado procedimiento legislativo ordinario– entre Parlamento Europeo y Consejo (art. 294 TFUE). Los temores que existían sobre la ralentización del proceso legislativo como consecuencia de la instauración de la codecisión tampoco se han materializado, en parte por la tendencia a alcanzar acuerdos de forma creciente en primera lectura. Las estadísticas a este respecto son inequívocas: durante la sexta legislatura del Parlamento Europeo (2004-09), un 72% de los procedimientos en codecisión se cerraban en primera lectura, un 23% en segunda lectura, y un 5% alcanzaba la tercera lectura (conciliación). En la última legislatura, la séptima (2009-14), dichos porcentajes fueron, respectivamente, del 85%, 13% y 2%.
Otro efecto de las últimas ampliaciones, que se consolida con la de 2004, ha sido la consagración del inglés como lengua de trabajo y de negociación predominante.
¿Hasta qué punto los largos años de recesión económica han hecho mella en la identificación de nuestros conciudadanos con el proyecto europeo? El impacto parece incuestionable. Así, según el último Eurobarómetro publicado por la Comisión en diciembre del año pasado, España no se encontraba entre los 12 estados miembros donde la imagen de la UE es positiva (grupo liderado por Polonia con un 61%, seguido de Rumania con un 51%), sino que formaba parte de otro grupo de 12 estados miembros con una imagen neutra predominante entre su población (46% en el caso español, frente a un 31% de nuestra población con una imagen positiva y un 21% con una imagen negativa de la UE). De todos modos, el sondeo de Metroscopia publicado por el diario ”El País” el pasado 12 de junio arroja resultados un tanto más positivos, por cuanto un 70% de los españoles estima que ha sido beneficioso para nuestro país formar parte de la UE, comparado con un 65% en enero de 2014 y con un 80% hace seis años, antes del comienzo de la crisis.
España se adhirió a la UE en unos años en que se encontraba trabajando en varios proyectos movilizadores de gran calado: terminación del mercado interior (sobre la base de un ”Libro Blanco” aprobado por la Comisión también con fecha 14 de junio de 1985), Schengen (”comunitarizado’ más tarde), euro. Estos últimos años, la UE ha debido bregar con una serie de desafíos más ingratos pero que han puesto a prueba su capacidad para sobrevivir en tiempos de crisis sin que la difícil situación económica e internacional (defensa del euro, inestabilidad en nuestros flancos este y sur, al hilo de la confrontación bélica en Ucrania y del derrumbe de las estructuras estatales en países como Siria, Irak y Libia) se llevase por delante los logros de un proceso de integración tan laboriosamente conquistados. Incluso estas últimas semanas las ramificaciones de dicha doble crisis siguen dominando la actualidad, ya sea con la cuestión griega o la crisis migratoria en el Mediterráneo. Desde el punto de vista institucional, la atribución de un carácter permanente a la figura del presidente del Consejo Europeo (cuyo cometido, según el art. 15.1 TUE, consiste en definir las orientaciones y prioridades políticas generales de la Unión) ha, sin duda, contribuido al reforzamiento de esta institución –al permitir una mejor preparación y continuidad de sus trabajos– y explica el papel estructurador que ha desempeñado en estos años de turbulenta navegación para el proyecto europeo.
En cualquier caso, como ha ocurrido a lo largo de estos 30 años, y a pesar de que el citado Eurobarómetro sitúa a nuestro país en el grupo de estados miembros menos optimistas sobre el futuro de la UE, con un ajustado 53% (sólo por encima de Portugal, Francia, Reino Unido, Italia, Chipre y Grecia), no parece previsible ni deseable que España abandone el pelotón de cabeza de los estados que abogan por ”más Europa” en toda una serie de políticas –desde la unión bancaria a la de la energía o la política migratoria– y de iniciativas fundamentales para mantener la visibilidad y el peso de Europa en un mundo globalizado, en línea con la ”agenda estratégica” adoptada por el Consejo Europeo en junio de 2014. Aunque pueda ser necesario corregir el exceso de reglamentación en algunos sectores, hay que tener presente que el ”coste de la no Europa” es siempre mucho más elevado y que el empeño por lograr una ”mejor legislación” no debe servir de justificación para una ausencia de reglamentación en los casos en que la UE aporta un valor añadido. No hay que olvidar que la UE, más allá de las numerosas políticas concretas que hoy en día abarca y de su extensa legislación, se fundamenta en unos valores comunes (art. 2 TUE) y representa, sobre todo, un proyecto histórico de paz y de reconciliación para un continente con demasiada frecuencia asolado por devastadores conflictos y divisiones.
Ángel Boixareu (*)
Director general en la Secretaría General del Consejo de la Unión Europea
(*) Las opiniones aquí vertidas son estrictamentes personales.