El pasado 22 de septiembre se publicaba en el BOE la Ley 34/2015, de contrarreforma, más que reforma, de la Ley 58/2003, general tributaria (corrección de erratas en el BOE del 26 de septiembre), con entrada en vigor, con carácter general, el 12 de octubre. Se concluye, con ello, la tan cacareada reforma tributaria de esta legislatura. In extremis, en el paquete del maratón de final de esta insólita etapa legislativa en la que, pese a disponer el partido en el Gobierno de una más que cómoda mayoría absoluta, ha preferido gobernar con reales decretos-leyes elaborados en las factorías administrativas de los grandes cuerpos de funcionarios públicos. En esta ocasión no ha sido así, la reforma se ha tramitado por el procedimiento ordinario, pero tampoco se ha dado participación efectiva en su configuración a nadie que no proviniese de la Inspección de Hacienda, verdadera, prácticamente única, protagonista de esta reforma.
La primera Ley general tributaria de nuestro ordenamiento tributario se aprobó en el año 1963, desgajándose de lo que sería la ley de reforma del sistema tributario de 1964, por la que sentaba la planta de lo que vendría a ser, quince años después, nuestro sistema tributario actual, gestado al despuntar los setenta y que ha tenido –por lo que se refiere a la ordenación de sus grandes figuras impositivas– dos etapas de desarrollo: la primera, del delito fiscal e impuesto de patrimonio de 1977 al ISD de 1987, pasando por el IRPF de 1978 y el IVA de 1986; y la segunda, del segundo IRPF, de 1991, al tercero, y actual, de 1998/2002/2006, pasando por las reformas del IVA y de los IE de 1992, hasta la introducción de los impuestos energéticos en 2012. Entre tanto, el IS tomó una primera forma en 1978, una segunda, en 1995 para “europeizarse” y, a partir del 2010 –cuando no había crisis pero se derrumbaba clamorosamente el sistema financiero público y el modelo económico– se le ha sometido a un proceso frenético de reformas sin rumbo fijo –un pasito para liberalizar las amortizaciones, dos para posponerlas, otro recortando deducibilidad de intereses, y un cuarto bajando el diapasón de deducciones que el ejercicio siguiente recuperaban tono– hasta llegar a la, penúltima, en 2014, al ritmo del llamado programa BEPS de la OCDE. Como no podía ser menos, en este sentido, en toda ley tributaria que se precie, se incluye también en esta una adicional sexta que modifica el Impuesto sobre Sociedades, para no perder la costumbre.
¿Qué ha pasado entre tanto con la legislación general tributaria –aplicable, por cierto, a todos los tributos, estatales, compartidos o no, autonómicos y locales– durante todos estos años? Pues, más bien, poca cosa. En 1985 (en plena época, así calificada, del “terror fiscal”) se le dio una vuelta de tuerca a la LGT de 1963 verdaderamente furibunda –sobre todo en materia de sanciones– a la que el Tribunal Constitucional pasaría la garlopa en su memorable sentencia 76/1992. Unos años más tarde, y tras enmendarse parcialmente, en 1995, los destrozos del 85, se dictó la hoy añorada Ley de garantías y derechos del contribuyente, 1/1998. Finalmente, y tras varias comisiones de expertos y dilatados debates, se elaboró la primera Ley general tributaria de este período democrático, la 58/2003 que, sobre la plantilla de la de 1963 –ambas se aprobaron un 28 de diciembre– incorporaba a su contenido la 1/1998 y adecuaba la precedente al entorno constitucional, legislativo y jurisprudencial contemporáneo.
Pues bien, desde entonces se han sucedido varias reformas “silenciosas” de la legislación general tributaria, fundamentalmente dos leyes de “prevención del fraude” (36/2006) y de “intensificación en la prevención y lucha contra el fraude” (7/2012) que –de un modo u otro, a unos efectos o a sus contrarios– han ido haciendo mella en el estatuto del contribuyente ad maiorem gloriam de la Administración tributaria que, sistemáticamente, iba reforzando sus facultades y acomodando a sus intereses particulares –los de sus empleados públicos– el devenir de los procedimientos. Se culmina este viaje de retorno a los arcanos de 1985 con este nuevo ajuste de clavijas en el que explícitamente se ha prescindido del dictamen de académicos y otras especies, desoyendo en lo esencial, también, al Consejo de Estado y al Consejo General del Poder Judicial. De hecho, a la mediática Comisión de Expertos para la reforma tributaria (5 economistas y un jurista) se le dieron indicaciones muy tajantes para prohibirles que dijeran nada sobre la normativa general tributaria que, naturalmente, no estaba previsto modificar. Lo que se ha hecho ha sido, exactamente, lo contrario: una mini-reforma, más allá de lo realizado en el IS, de los impuestos en particular –en esencia una rebaja del IRPF, acelerada con el RDL 5/2014, que agudiza la rebaja hasta diciembre y la vuelve a retrasar, ya pasadas las angustias electorales, a partir de enero del 2016– y una profunda modificación de la normativa general tributaria, la Ley 34/2015, al son de un sedicente proyecto elaborado por la Dirección General de Tributos del Ministerio de Hacienda, que ya circulaba, de extranjis, desde antes de que se constituyera la Comisión de Expertos.
La exposición de motivos de esta reforma se enmarca en la retórica político administrativa de los últimos tiempos, la cantinela de la llamada “lucha contra el fraude”: reforzar la seguridad jurídica, reducir la litigiosidad e incrementar la eficacia de la actuación administrativa. Todo lo contrario de los efectos reales que todas estas reformas han estado generando. Eso sí, se aspira con ello a que el sistema tributario sea más “justo” (sic).
Las modificaciones más señaladas de esta ley, prescindiendo de ajustes técnicos de detalle, se pueden resumir en lo siguiente:
i) Extiende a la Dirección General de Tributos la facultad para dictar disposiciones interpretativas, hasta ahora reservada al ministro, con una novedosa referencia a la eventualidad de que puedan escuchar a otros en un procedimiento de información pública;
ii) La modificación del llamado régimen de “conflicto en la aplicación de la norma” (art. 15 LGT), abuso del Derecho, para –contraviniendo lo que es habitual en Derecho comparado, pese a decirse lo contrario (como las famosas balanzas fiscales alemanas, de las que nadie tiene noticia en Alemania, pero que son enormemente populares en Cataluña)– establecer un mecanismo que posibilita la imposición de sanciones;
iii) Se distingue, ahora, con la introducción de un art. 66 bis en el marco de los plazos de prescripción, entre el “derecho a comprobar” y el “derecho a liquidar”, cuando ninguno de los dos existen, puesto que lo que el ordenamiento reconoce a la Administración para el ejercicio de sus funciones son potestades o facultades –que no derechos– así como un concepto tan original como vidrioso “obligaciones tributarias conexas” llamado a generar sonoras controversias por cuanto –como si de una bomba de racimo se tratase– procura a la Inspección un instrumento de potencia insospechada para extender los efectos inducidos de una regularización; más certeza y seguridad jurídica, naturalmente, con el objetivo de que la Administración pueda retrotraerse ad calendas grecas para comprobar lo que le parezca y liquidar lo que le convenga, también por “conexión”, en aras, eso sí, de la justicia, la eficacia y el bien común;
iv) Se incorpora una evanescente referencia al movimiento internacional de gestión pública tributaria, liderado por la OCDE, que está transformando el modelo de gestión pública tributaria –hacia estándares más participativos y cooperativos que los presentes, “command and control y si no te gusta recurres”– pero, como siempre, en consonancia con el modo en el que conciben su función pública quienes dirigen los destinos de la Hacienda pública española –unilateral no bilateral–, de modo que lo que en el resto del mundo se denomina relaciones cooperativas aquí se traduce como “cumplimiento cooperativo”… por parte de los profesionales de la asesoría fiscal que, ya se sabe, no colaboran ni secundan de forma suficientemente sumisa los impecables dictados de la Administración tributaria; y también, en la misma línea, una candorosa apelación al fomento de “todo tipo de instrumentos preventivos y educativos que coadyuven al cumplimiento voluntario de los deberes tributarios”, que no es admisible la falta de compromiso cívico de los contribuyentes en el pago de todo lo que, al parecer de la AEAT, debieran de satisfacer;
v) Una de las medidas que más interés ha suscitado –en un país de chismosos “salvados”– ha sido la relativa a la publicación de listados de morosos, en aras de la transparencia y la publicidad, preservando, eso sí, un ponderado equilibrio entre el deber de contribuir, el derecho a la intimidad y el deber de confidencialidad de los datos tributarios;
vi) En materia de plazos del procedimiento inspector, finalmente se ha decidido poner orden al respecto –en la tan prolija como devastadora jurisprudencia que ha puesto en su sitio a la Inspección– para desactivar de un plumazo todo lo que se había construido en las leyes de 1998 y 2003 en garantía de los contribuyentes, acabando con la interrupción justificada por más de seis meses –que como dicen que no se produce no tiene sentido mencionar (sic)– alargando los plazos máximos (hasta 27 meses, con toda probabilidad pasará a ser la regla general ahora) para que los inspectores puedan ultimar con calma sus tareas de instrucción y liquidación, o desmantelando oportunamente lo que se venía conociendo como “dilaciones no imputables a la Administración” e “interrupciones justificadas” (ahora “períodos de suspensión”), de forma que, ¡por fin!, los inspectores puedan volver en su actuar al clásico paradigma de 1963, en cuyo viejo Reglamento de desarrollo del año 1986, ¡qué tiempos aquellos!, se decía respecto de la duración y finalización de las actuaciones inspectoras que “se darán por concluidas cuando, a juicio de la Inspección, se hayan obtenido los datos y pruebas necesarios para fundamentar los actos de gestión que proceda dictar” o, lo que es lo mismo, cuando y como le parezca al inspector actuario que para algo es quien de verdad vela con probidad por el respeto de la ley en favor, eso sí, de una más eficaz lucha contra el fraude fiscal;
vii) En lo relativo a administración de justicia tributaria, pese a la tan enfática como habitual retórica sobre agilización de su impartición y reducción de la litigiosidad, no se abordan ni uno solo de los graves problemas de fondo –reforma del modelo, composición de los órganos responsables de su aplicación, fases de recurso, instrumentos participativos, “alternativos”, de prevención y resolución de conflictos tributarios…– que se arrastran en esta sensible materia, limitándose, en esencia, esta ley, a darle un poco de colorete electrónico al procedimiento económico-administrativo, regular el planteamiento por órganos económico-administrativos de cuestiones de prejudicialidad, a regular un recurso de ejecución, y a reforzar el papel de unificador de doctrina del TEAC;
viii) En materia de los procelosos cruces que en materia de delitos fiscales se vienen tradicionalmente produciendo entre la determinación y exigencia de la deuda tributaria y la delimitación de las responsabilidades penales se ha llegado –o no– al culmen de la sofisticación, inaugurando todo un Título VI de la Ley para detenerse en el particular con tecnicismo y prolijidad sólo al alcance de iniciados, en el que destaca la escisión de la deuda en una hidra de dos cabezas –la “vinculada al delito” y “la otra”– con la que la sola distinción de lo que la ley llama “elementos” (sic) integrantes de una y otra promete procurar grandes tardes de gloria a inspectores, técnicos, asesores, vocales económico-administrativos, fiscales, abogados del Estado, jueces, magistrados, guardias civiles, peritos, abogados penalistas o tributaristas y otras hierbas que florecen en el campo del delito fiscal, eso sí, en pro de la certeza, las garantías del contribuyente y, como no, una mayor eficacia en la lucha contra el sedicente fraude, con el objetivo, además, de reducir la litigiosidad;
ix) Otro título nuevo de la Ley se dedica a regular un procedimiento específico encaminado a ejecutar las decisiones comunitarias en cuanto a recuperación de ayudas de Estado;
x) Un último ámbito en el que se incorporan modificaciones es en lo relativo al derecho sancionador tributario, en esencia, para incrementar la nómina de infracciones tipificadas y, casi siempre, agravar las sanciones ligadas a las mismas, en buena lógica, ¡cómo no!, con el objetivo de prevenir y luchar contra el contribuyente, de suyo, defraudador.
En definitiva, se ha perpetrado la contrarreforma de la LGT con la que desde hace al menos dos años venía amenazando la Dirección General de Tributos –en estos tiempos conocida como el “pre-legislador”– sin que se haya dado vela a nadie en el entierro de lo que fue el sistema de derechos y garantías del contribuyente (1998/2003) para recuperar, con otros mimbres, el régimen precedente (1963/1985), con el que, sin duda ninguna, la Inspección siempre se sintió, en consonancia con su aproximación al particular, más cómoda. En medio de una apelación cansina, rancia y gastada de afianzamiento de la certeza y la seguridad jurídica, de reforzamiento de los instrumentos y facultades para lograr una mayor eficacia en la lucha contra el fraude, lo que se hace, en buena medida, es modificar los procedimientos tributarios –el de inspección en particular– a la mayor comodidad de quienes son llamados a gestionarlos.
Los grandes temas pendientes en materia de procedimientos tributarios, por una parte –su configuración estructural desde una perspectiva de bilateralidad, de cooperación, de participación efectiva del contribuyente en la configuración del acto tributario, de confianza y voluntariedad– y de administración de la justicia tributaria, por otra, quedan, una vez más, pendientes. Prescindiendo de lo que se pueda pensar sobre el trasfondo político del proceso, lo cierto y verdad es que, desde una aproximación estrictamente técnica a lo que debería de ser una evolución de la organización, el funcionamiento, las actuaciones y los procedimientos a aplicar por una administración tributaria acomodada al ritmo de los tiempos –de lo que se está haciendo en los sistemas tributarios más competitivos, como el australiano, el británico, el holandés o el norteamericano– el estudio sobre el particular auspiciado desde la Generalitat de Catalunya (http://presidencia.gencat.cat/ca/ambits_d_actuacio/transicio-nacional/nou-model-dadministracio-tributaria-00001/) es considerablemente más sugestivo que el “tarannà” de esta “contrarreforma” tributaria que insiste en una política legislativa reaccionaria que –más allá de indudables progresos y aciertos, que los ha tenido– se ha demostrado ineficaz al objeto de lograr construir un sistema tributario cuya aplicación esté presidida por el entendimiento, la confianza y en el que se busque la conciliación de pareceres a través de cauces participativos en su diseño y funcionamiento, en el que disminuyan los índices de litigiosidad a la misma velocidad que se incrementan los de cumplimiento voluntario.
José A. Rozas
Profesor acreditado a Cátedra
Departamento de Derecho Financiero y Tributario (UB)