Los derechos humanos son una conquista social. No por casualidad las más importantes declaraciones de derechos de la historia han sobrevenido después de importantes revoluciones. La Bill of Rights inglesa de 1689 se promulgó tras la Revolución Gloriosa de 1688, que eliminó el poder absoluto del rey en favor del parlamentarismo. La Declaración de Virginia de 1776 fue la antesala de la Declaración de Independencia de los EEUU. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano llegó en 1789 tras el estallido de la Revolución Francesa, que liquidó la monarquía absoluta y el feudalismo. Y la Declaración Universal de los Derechos Humanos llegó en 1948, apenas tres años después de la derrota del fascismo y del nacionalsocialismo en la II Guerra Mundial.
Es por ello por lo que existe una especial preocupación por su preservación en diferentes ámbitos, básicamente para no volver a épocas pasadas de menores libertades. En el terreno judicial, esa protección se inició a finales del siglo XIX en EEUU con la creación, en las décadas siguientes, de la llamada “regla de exclusión”, que sirvió para proteger a los ciudadanos de una de las más comprometidas manifestaciones de los gobiernos: su policía.
Según dicha regla, será excluida de un proceso cualquier prueba cuya obtención no estuviera sustentada en una “causa probable”, como dice la IV Enmienda de la Constitución de los EEUU. Ello significa que para que la policía pueda realizar una actuación vulneradora de los derechos humanos, debe producirse una autorización judicial para dicha actuación, que sólo se concede si existe sospecha de delito y posibilidades de descubrirlo a través de esa intromisión. Eso es lo que se esconde bajo la expresión “causa probable”.
Pues bien, cualquier evidencia obtenida sin respetar esa máxima, es contraria, sobre todo, al derecho a la intimidad y, más llanamente, al derecho que tiene cualquier ciudadano a que su Gobierno le deje vivir en paz y, por tanto, en libertad. La máxima se extiende, no solamente a la prueba directamente obtenida vulnerando derechos fundamentales, sino también a toda aquella que se hubiera derivado de forma lícita de esa fuente contaminada. Es la llamada, de una forma un tanto grotesca, doctrina de los frutos del árbol envenenado (Silverthorne Lumber Co. vs. U.S. (1920) y Nardone vs. U.S. (1939)).
Toda esta jurisprudencia tuvo sus idas y venidas y, sobre todo, sus objeciones por parte de quienes, de forma muchas veces paranoica, prefieren dejar las manos más libres a la policía en beneficio de una supuestamente superior seguridad ciudadana. Sin embargo, pese a todos los obstáculos, esta jurisprudencia benefactora alcanzó su culmen con el caso Miranda vs. Arizona de 1966. La policía había detenido a un sospechoso, Ernesto Miranda, que después de una rueda de reconocimiento mal practicada y un reconocimiento de voz de la víctima más que precario, había firmado una declaración inculpatoria de secuestro y agresión sexual tras dos horas de interrogatorio policial sin abogado, y sin que se le comunicara ni siquiera su derecho a hacerse asistir del mismo, ni mucho menos su derecho al silencio. El Tribunal Supremo Federal de los EEUU anuló la condena –aunque un año después Miranda fue nuevamente condenado por el mismo hecho delictivo– y estableció a partir de entonces la obligación de la policía de informar al detenido de sus derechos. Así nació el llamado “Miranda Warning”, que todos conocemos a través de las películas policiacas estadounidenses.
Sin embargo, como decía, esta realidad idílica fue muy contestada por los fanáticos de la seguridad ciudadana, entre ellos no pocos cineastas, muy particularmente los autores de la influyente saga Dirty Harry. Y de ese modo, sentencia tras sentencia, la regla de exclusión fue siendo laminada. Primero se dijo que la existencia de la misma se debía a la necesidad de crear un efecto disuasorio sobre la actividad policial vulneradora de derechos humanos, lo que puede ser cierto. Pero a renglón seguido se indicó que cuando la actuación policial hubiera sido dominada por la “buena fe”, es decir, por una falta de intencionalidad policial en la vulneración de derechos, la obtención de la prueba sería válida pese a que, naturalmente, con buena fe o sin ella, siguiera siendo contraria a los derechos humanos. Como demostrar la mala fe del policía no solamente puede ser complicado, sino definitivamente imposible, la regla de exclusión dejaba de tener gran parte de su eficacia.
Y lo mismo se hizo con la doctrina de los frutos del árbol envenenado. Se establecieron hasta tres excepciones a dicha doctrina. Cada vez que pudiera acreditarse que la prueba derivada podía provenir, no de la prueba ilícita, sino de una fuente independiente lícita, la prueba sería válida. Igual que cuando pudiera acreditarse que entre la prueba ilícita y la derivada existiera un nexo causal, ciertamente, pero atenuado, de manera que sin dicho nexo, la prueba derivada se hubiera podido obtener igualmente. Así se dio por válida la declaración policial supuestamente voluntaria de un reo que unos días antes había sido arrestado de forma ilegal (Wong Sun v. U.S. (1963)).
Sin embargo, la tercera excepción es la más cuestionable, y es curiosamente en la que más se ha fijado la jurisprudencia y el legislador españoles: el hallazgo inevitable. Si la policía practica una declaración ilegal sobre un detenido en la que el mismo desvela la localización del vestigio incriminador, pero puede demostrarse que, incluso sin esa declaración ilícita, la policía lo hubiera descubierto igualmente de forma inevitable, resultará completamente indiferente que al detenido se le hayan vulnerado todos sus derechos…
Toda esta jurisprudencia estadounidense ha sido incorporada, con mayor o menor –a veces bastante menor– precisión por las jurisprudencias europeas, aunque sin demasiada consciencia, en muchas ocasiones, de su origen y razón de ser. No obstante, no debe extrañar que haya sido así. La propia jurisprudencia estadounidense ha sido la que más ha desnaturalizado la regla de exclusión (vid. Hudson vs. Michigan (2006)), hasta el punto que su razón de ser, más allá del efecto disuasorio de la mala praxis policial, ha quedado notablemente oscurecida. Y esa razón consiste en que un ordenamiento no puede tolerar la existencia en su seno de actuaciones que van en contra del propio ordenamiento. Y si se trata de la parte más importante del mismo, los derechos humanos, la solución no puede ser otra que la exclusión de todo aquello que sea vulnerador de los mismos, sin matices. Lo contrario, en el fondo y por más que pese a tantas personas, es hacer trampas.
Sin embargo, más allá de lo indicado, entiendo que existe una razón muy superior de la existencia de esta regla de exclusión, que acompaña a la protección per se de los derechos humanos. Dicha razón tiene muchísimo que ver con el que probablemente sea el fin principal de un proceso que pretenda hacer justicia: la averiguación de la realidad.
Y es que más allá de criticar a la ligera la actuación policial a través de tópicos, hay que determinar la razón última de por qué un policía vulnera un derecho humano. Y la invariable respuesta es sólo una: intentar demostrar, no la realidad, sino la que ese policía cree que es la realidad, que supuestamente quedaría oculta, en beneficio de un reo culpable, si no se realiza ese apartamiento de los derechos humanos. De esa forma, la investigación policial pasa a estar condicionada irremediablemente por el prejuicio de ese policía.
Por añadidura, vulnerando derechos humanos, es facilísimo que se puedan introducir en una investigación pruebas falsas sin posibilidad de control alguno a posteriori. Pero es que además, incluso por más buena fe que pueda tener el policía al infringir el derecho humano, no es que se pueda producir, sino que se produce una evidente distorsión de la realidad. Y es que gracias a la prueba ilícita, es decir, a la vulneración del derecho humano, constará en el proceso un hecho que podrá coincidir completamente con la conciencia –más que con la consciencia– del policía investigador. Pero ya no habrá manera humana de saber si, efectivamente, se corresponde con la realidad. Dicho de otro modo, el policía acaba descubriendo no lo que ve, sino lo que quiere ver. El problema es que una vez que se produce esa adulteración, separar la realidad de la ficción resulta ya dificilísimo, incluso para el propio policía, por lo que finalmente existe el riesgo cierto de que la “realidad” que se declara en la sentencia ya no sea auténtica. Esa ilegítima manera de hacer, por desgracia, satisface ingenuamente a muchos ciudadanos que creen que sólo con esas conductas policiales ilegítimas se descubre “la verdad”. Algún día debieran ser conscientes de que su manera de pensar avala un evidente, y bien mirado repugnante, falseamiento de la realidad. Además, algo así es inaceptable en el proceso penal tal y como lo conocemos, gobernado desde hace casi 2.000 años al menos por la presunción de inocencia, que evita, entre otras cosas, este tipo de actuaciones execrables.
En consecuencia, la conclusión de estas breves líneas es que la regla de exclusión de pruebas ilícitas, es decir, contrarias a derechos humanos, ciertamente tiene la finalidad de garantizar nuestros derechos. Por supuesto, puede tener un efecto disuasorio –aunque débil quizás– de la mala actuación policial. Pero su razón principal de existencia es que la vulneración del derecho fundamental nos impide a todos conocer la auténtica realidad, haciéndose imposible la justicia, que siempre debe ser el fin general de cualquier proceso judicial.
Cuestión diferente es que deba facilitarse la actuación policial para que sea más eficiente. A tal efecto, al margen de estereotipos, es bueno saber que los policías, en general, no desean vulnerar derechos humanos. Lo que sucede es que muchas veces los vaivenes jurisprudenciales les dejan sombras sobre los límites de su labor, provocando la frustración de muy esforzadas investigaciones de meses o años. Es por ello por lo que, basándome en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre todo, propuse ya hace años que en los casos en los que no fuera necesaria legalmente una autorización judicial, el policía pudiera realizar de propia autoridad una actuación restrictiva de derechos fundamentales siempre que cumpliera un doble requisito: la necesidad de urgencia en la intervención –o el libre consentimiento del sujeto pasivo de la diligencia–, más la existencia de una sospecha fundamentada de delito. Si el policía actuante es capaz de justificar suficientemente ambos extremos, la actuación será válida.
El doble requisito se entiende con mucha facilidad y se recuerda también sin esfuerzo. Falta que la justificación del policía esté epistémicamente bien construida, para lo que debe mejorarse decididamente la formación en este sentido. Facilitaría muchísimo las cosas una participación mucho más activa y coordinada de las fiscalías en las actividades policiales. Ojalá se produzca pronto esa reforma de las labores fiscales, necesariamente junto con la reforma, también pendiente, de la dirección de la instrucción de nuestro proceso penal.
Jordi Nieva Fenoll
Catedrático de derecho procesal de la Universitat de Barcelona
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