Las “sentencias” franquistas – Jordi Nieva Fenoll

Todavía está vivo el debate acerca de la vigencia de las sentencias dictadas durante el franquismo por diversos tribunales represores de delitos fundamentalmente ideológicos. Aún hace estremecer la sola cita de aberraciones jurídicas como el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, o el Tribunal de Orden Público –que intentó blanquear al anterior– o los “consejos de guerra” que resolvían a través del llamado “juicio sumarísimo”. La Ley de Memoria Histórica declaró en el año 2007 la ilegitimidad de todo ello por “vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo”.

Pero ha pasado completamente desapercibida una cuestión de capital importancia: ¿eran aquellos órganos auténticos “tribunales”? Y es que para considerar que un grupo de personas está juzgando y conferirle el necesario efecto de cosa juzgada a lo que decidan, es preciso poder afirmar con un mínimo sustento jurídico que el órgano en cuestión es jurisdiccional, es decir, que se trata de un tribunal.

Para que exista la “jurisdicción”, el ius dicere, es decir, la función de declarar el derecho propia de un tribunal, es preciso algo más que un estrado y unas togas. De lo contrario, cualquiera de nosotros podría improvisar una farsa y decir que la obra teatral realizada es un proceso judicial. Aunque la doctrina no se ha acabado de poner de acuerdo nunca en cuál es la nota distintiva que caracteriza a un tribunal con respecto al resto de poderes del Estado, lo que sí es obvio actualmente es que no es un tribunal aquel que no respeta las más mínimas garantías de imparcialidad, derecho de defensa y cosa juzgada de sus resoluciones. Además, el órgano debe ser independiente del resto de poderes del Estado, al menos en el sentido de existir una atribución genérica mínimamente racional del poder de juzgar a un órgano suficientemente individualizado. Se trata de un requerimiento de mínimos, naturalmente, porque actualmente la independencia debe ser mucho más obvia y patente.

Ello no sucedió jamás en el franquismo, con respecto a los tribunales citados al menos. Los consejos de guerra estaban formados directamente por militares, por cierto, los mismos militares golpistas que acabaron con la legalidad vigente a sangre y fuego. En esos consejos de guerra lo único que hicieron aquellos militares es quitarse el traje de campaña y ponerse la toga. Obviamente, eso no es un tribunal, sino una simple emanación del poder ejecutivo absoluto de una autoridad militar que se atribuye ilegítimamente el poder. Es decir, un dictador. No hace falta siquiera entrar en los inexistentes derechos de los reos ante esos monstruosos órganos.

Tampoco era un tribunal el de Represión de la Masonería y el Comunismo. Sólo hace falta ver su composición en la ley de 1-3-1940 que lo creó. Franco designaba a su presidente y a dos letrados. Los otros dos miembros eran un General del ejército y un jerarca de Falange Española. Nuevamente se trataba de una farsa que aparentaba ser un tribunal.

Finalmente, el Tribunal de Orden Público, creado por Ley 154/1963, fue concebido con bastante más cuidado jurídico, porque esa era la intención del régimen. Sin embargo, sus miembros, aunque eran jueces, fueron nombrados directamente por Decreto –ya se sabe de quién– a propuesta de su ministro de justicia. Es cierto que esa forma de nombramiento, directa o indirectamente, era la misma para el resto de jueces de la época, pero la tremenda especialización del tribunal en la persecución de lo más odiado por el franquismo, nuevamente viciaba completamente la naturaleza jurídica del supuesto “tribunal”. Se trataba de un órgano ad hoc y marcadamente excepcional. Por consiguiente, era una nueva pantomima para aparentar legalidad ante la comunidad internacional. Dicho de otro modo, no se trataba de un tribunal.

En consecuencia, nada de lo emanado de aquellos órganos tenía naturaleza judicial en realidad. Se trataba de simples resoluciones de una administración golpista que pese a haber obtenido finalmente reconocimiento internacional, no podía presentar como procesos judiciales lo que eran simples ejecuciones disfrazadas con una aparente liturgia judicial.

Es por ello por lo que, en mi opinión, carecen ya de sentido los intentos de anular tales “sentencias” por la vía judicial, no tanto porque sean ilegítimas, o inexistentes como ha declarado el Tribunal Supremo, sino simplemente porque no se trata de sentencias. Son simples abusos de poder que algún día los actuales poderes del Estado, como sucesores de aquel régimen, tendrán que reconocer explícitamente. Ya lo hicieron en parte a través de la Ley de Memoria Histórica. Pero queda pendiente la cuestión más peliaguda y que está al margen de este comentario: la cuestión indemnizatoria.

 

Jordi Nieva Fenoll
Catedràtic de Dret Processal. Universitat de Barcelona

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