Todavía está vivo el debate acerca de la vigencia de las sentencias dictadas durante el franquismo por diversos tribunales represores de delitos fundamentalmente ideológicos. Aún hace estremecer la sola cita de aberraciones jurídicas como el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, o el Tribunal de Orden Público –que intentó blanquear al anterior– o los “consejos de guerra” que resolvían a través del llamado “juicio sumarísimo”. La Ley de Memoria Histórica declaró en el año 2007 la ilegitimidad de todo ello por “vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo”.
Pero ha pasado completamente desapercibida una cuestión de capital importancia: ¿eran aquellos órganos auténticos “tribunales”? Y es que para considerar que un grupo de personas está juzgando y conferirle el necesario efecto de cosa juzgada a lo que decidan, es preciso poder afirmar con un mínimo sustento jurídico que el órgano en cuestión es jurisdiccional, es decir, que se trata de un tribunal.
Para que exista la “jurisdicción”, el ius dicere, es decir, la función de declarar el derecho propia de un tribunal, es preciso algo más que un estrado y unas togas. De lo contrario, cualquiera de nosotros podría improvisar una farsa y decir que la obra teatral realizada es un proceso judicial. Aunque la doctrina no se ha acabado de poner de acuerdo nunca en cuál es la nota distintiva que caracteriza a un tribunal con respecto al resto de poderes del Estado, lo que sí es obvio actualmente es que no es un tribunal aquel que no respeta las más mínimas garantías de imparcialidad, derecho de defensa y cosa juzgada de sus resoluciones. Además, el órgano debe ser independiente del resto de poderes del Estado, al menos en el sentido de existir una atribución genérica mínimamente racional del poder de juzgar a un órgano suficientemente individualizado. Se trata de un requerimiento de mínimos, naturalmente, porque actualmente la independencia debe ser mucho más obvia y patente.Llegeix més »