¿Para qué sirven las proposiciones no de ley? – Esteban M. Greciet

89414-sesion_plenariaEn un artículo publicado hace algunas semanas en Agenda Pública, el Prof. Presno Linera desgranaba una serie de reflexiones sobre la utilidad de las proposiciones no de ley –PNL’s, en el argot de nuestras Cámaras– que no pueden pasar inadvertidas para todo el que esté interesado en el acontecer diario de estas instituciones. De esta forma, nos brinda una ocasión más para el diálogo sobre la necesaria renovación del Parlamento: esta vez, en una de sus funciones más destacadas, que, no obstante, no termina de coger vuelo ante la opinión pública. En este texto nos preguntaremos por qué y avanzaremos algún intento de dar respuesta a la cuestión suscitada.

La primera queja del Prof. Presno es la que detecta todo el que se acerque a la vida parlamentaria exclusivamente desde la óptica de los medios de comunicación: la frecuente confusión que se da en éstos entre el ejercicio de la función de impulso político de las Cámaras –manifestada en la aprobación de proposiciones no de ley, mociones, resoluciones, etc.– y su potestad legislativa. Tal circunstancia puede explicarse, en buena medida, sobre la base de un dato incontrovertible: esa competencia no se halla entre las que el art. 66.2 de la Constitución Española atribuye a las Cortes Generales, dado que ese impulso –y, por naturaleza, la dirección política del Estado, que la doctrina italiana cobija bajo el término indirizzo– radica en otro poder: el Gobierno, según podemos leer en su art. 97. Sí se encuentra una expresión del mismo en el art. 111.2, aun de manera indirecta y acaso vicaria, cuando, al desarrollar el control de la acción gubernamental, reconoce que “Toda interpelación podrá dar lugar a una moción en la que la Cámara manifieste su posición”, lo que consagra al máximo nivel normativo uno de los instrumentos mediante los que los Parlamentos se han pronunciado siempre sobre asuntos de la más diversa índole; pero ello siempre después de la fiscalización de la labor de un miembro del Ejecutivo y no por mor de una actuación propia y desligada de ella ab initio –aun cuando la tesis del Prof. Rubio Llorente nos lleve a pensar que también aquel impulso está teñido de la dimensión de control que impregna todo cuanto realicen o emprendan las Cámaras–.

Tal sustantividad –alcanzada con las proposiciones no de ley en el Congreso de los Diputados y con las mociones que no subsiguen a una interpelación en el Senado– tiene raíz reglamentaria. Los Reglamentos de las Cámaras, acaso la principal proyección de la autonomía de éstas, decidieron crear un tipo específico de iniciativa y, con él, conceder protagonismo a una función que, en principio, les es extraña y que, por ello y como ha destacado el Prof. Pascua Mateo, se mueve necesariamente “en sus intersticios”. Dicho esto, conviene recordar que las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas la han incorporado a su acervo con toda naturalidad. En algunos casos, ya desde el respectivo Estatuto de Autonomía: el de la Comunidad de Madrid, en su art. 16.2, inc. 2º, señala que “El Reglamento regulará, asimismo, el procedimiento a seguir para la aprobación por la Asamblea, en el ejercicio de sus funciones de impulso, orientación y control de la acción de gobierno, de resoluciones o mociones de carácter no legislativo”. En otros, la originalidad ha llevado, incluso, a cambiar el nomen iuris de las proposiciones no de ley: así contienen los arts. 209 a 216 del Reglamento de la Asamblea de Extremadura el régimen de las “propuestas de impulso”, diferenciadas de las de pronunciamiento de la Cámara, de un lado, y de las “iniciativas de orientación”, de otro.

Con todo, volvamos a la interrogación con la que hemos titulado este texto. ¿Por qué y para qué las proposiciones no de ley? Una primera percepción, indisociable de aquella confusión, conduce, en efecto, a la sensación de su ineficacia, si reparamos en que los medios informan de que las Cámaras “han aprobado” algo atribuyéndole valor de ley cuando quizá sólo han instado a la presentación futura de algo que llegue a adquirir ese valor, lo que desemboca en la repercusión que dan las redes a tal noticia sin que se deshaga el equívoco. Pero hay algo más.

Por una parte, la aprobación de una proposición no de ley o moción, o de una propuesta de resolución tras un debate monográfico –o de orientación política general, como el del estado de la Nación o sus equivalentes en las CC.AA.–, persigue, merced a la dirección política asumida por la Cámara y en busca de la solución de problemas de interés general, incidir en la que es propia del Gobierno con el que se relaciona; y dentro de ésta, además de la iniciativa legislativa, están englobadas todas las facetas de la acción del Ejecutivo, desde el uso de la potestad reglamentaria hasta su actividad política y administrativa, de gestión o de ejecución de las normas que integran el ordenamiento jurídico. De otra parte, el debate y votación de este tipo de iniciativas nos devuelve a la génesis de las asambleas de toda especie: su condición –dígase en términos habermasianos– de espacios que aspiran a una deliberación pública de calidad, de foros privilegiados en pos de la contraposición de pareceres y de la toma de partido de las facciones –en nuestro caso, bajo la veste de los Grupos Parlamentarios, sujetos colectivos que son justamente la transposición de los “partidos”– que los conforman o, simplemente, de la mera voluntad de tanteo o de “toma de temperatura” sobre un determinado asunto.

Por eso es necesario que la comunicación de los Parlamentos realce su función de impulso y la desvincule de la legislativa, borrando la errónea y generalizada impresión según la cual los mismos sólo se dedican a “hacer leyes”. Y por el mismo motivo, la formulación de una PNL no está limitada por razón de la materia o del territorio, sino más bien delimitada por un círculo concéntrico de mayor diámetro, esto es, en virtud de una suerte de interés difuso o concreto de los ciudadanos representados en la Cámara de la que se trate. Quienes la componen y les representan se sienten cómodos llamando la atención sobre aspectos de la realidad social y política cuya discusión se sustancia por medio de estas iniciativas, que no son los papeles volanderos a los que se refería José Antonio Labordeta. Y si lo hacen así y no presentando proposiciones de ley es por los requisitos que acarrea el ejercitar la iniciativa legislativa –y de los que el Prof. Presno da cuenta–, ganando en simplicidad y celeridad y sin perder la garantía de pluralismo y tutela de las minorías que preside el procedimiento por el que se tramitan aquéllas. Estudiar los gravámenes de esa iniciativa –la “prioridad debida” a los proyectos de ley, de la que habla el art. 89.1 de la C.E.; la mayor complejidad de su preparación y elaboración; el sometimiento al dictum presupuestario del Gobierno; la toma en consideración y las fases que suceden a ella…– daría para otro examen destinado a rebasar lo puramente utilitario o práctico en esta comparación.

Esteban M. Greciet
Letrado de la Asamblea de Madrid. Profesor de la Fundación CEDDET y miembro de su Red de Expertos Iberoamericanos en Parlamentos. Secretario de la Revista parlamentaria Asamblea y autor de artículos en el ámbito del Derecho constitucional, parlamentario y administrativo.

 

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