L’any passat les Corts Generals van aprovar la Llei 19/2013, de 9 de desembre, de transparència, accés a la informació pública i bon govern. D’acord amb la seva disposició final 9a, Entrada en vigor, el títol II, Bon govern, va entrar en vigor el dia següent de la publicació al BOE mentre que la resta de títols –el títol preliminar, I i III dedicats a l’objecte de la llei, a la transparència i al Consell de Transparència i Bon Govern– han entrat en vigor un any després de la publicació al BOE, és a dir, el 10 de desembre de 2014.
A més, us enllacem el dossier elaborat per l’Escola d’Administració Pública de Catalunya sobre el tema.
Como viene afirmándose con absoluta generalidad, el principio de transparencia administrativa se constituye en piedra angular en la interpretación y protección de las garantías fundamentales de los ciudadanos. En este sentido, como afirman Arena y Jiniesta Lobo, las administraciones deben ser y aparecer como verdaderas “casas de cristal” en cuyo interior pueda penetrar fácilmente el ojo avizor y escrutador de los administrados y de las organizaciones colectivas fundadas por éstos para que puedan entender y fiscalizar su organización y funciones. Deben dejar de ser fortalezas inexpugnables, mudas y herméticas y transformarse en organizaciones que abran canales fluidos de comunicación e información con los administrados. Pero la transparencia no sólo es parámetro de actuación de las administraciones sino una premisa básica de la participación ciudadana, de la que, al mismo tiempo, constituye presupuesto indispensable el efectivo ejercicio del derecho de información. Y es que sin información no es posible la participación y, sin ambos, la transparencia es una falacia. En consecuencia, puede afirmarse que el principio de transparencia es corolario inmediato del Estado democrático y correlato necesario del Estado de derecho: lo primero por cuanto supone una mejor y mayor participación ciudadana en la toma de decisiones de los poderes públicos y lo segundo, en tanto que permite la puesta en práctica de todo control y rendición de cuentas de su actividad.
Así, la transparencia constituye una suerte de “abreviatura” que encierra cosas diversas, una palabra de “anchas espaldas” llegándose a caracterizar por una marcada polisemia porque, de una parte, soporta realidades y perspectivas distantes entre sí, pues puede servir para designar un proceso de toma de decisiones, un método de trabajo interno o un resultado; y, de otra, porque cada uno de esos planos es susceptible, a su vez, de expresarse en múltiples formas. Por eso puede afirmarse que la transparencia no es, propiamente un instituto, sino un grupo de institutos y de normas que, en su conjunto, delinean un modo de ser de la Administración y cuyo contenido ni puede ser homogéneo ni unívoco tanto por sus múltiples manifestaciones como por la multiplicidad de factores de que se hace depender su efectividad.
En cualquier caso, la transparencia no es sino un arquetipo que delinea el deber ser y el deber actuar de la Administración y que aglutina una serie de instituciones, de mecanismos y de instrumentos, todos imbricados los unos con los otros y todos tendentes a hacer visible el poder administrativo. En definitiva, un proceso complejo en el que se concitan normas, comportamientos, intereses individuales y colectivos, innovaciones tecnológicas y las circunstancias temporales y espaciales.
La transparencia se convierte así en un objetivo a alcanzar, un fin y no un medio en sí mismo, lo que se logra con diferentes instrumentos, con el ejercicio de determinados derechos y con el cumplimiento de determinadas obligaciones: el derecho de acceso, el derecho de información, la participación en el procedimiento, la motivación de los actos, la identificación del personal al servicio de la Administración con quien el ciudadano entabla sus relaciones o el deber de difusión, y demás actividades de comunicación institucional; todo un conjunto de derechos y obligaciones sin los cuales el principio de transparencia quedaría vacío de contenido al carecer, por sí mismo, de un significado autónomo suficientemente expresivo.
Pero, significadamente, la transparencia constituye una cualidad inherente a todo proceso decisorio, un parámetro que debe informar la actuación administrativa, que fortalece la seguridad jurídica de los ciudadanos, que imprime racionalidad al proceso de toma de decisiones y que dota de legitimidad a la decisión misma por cuanto facilita su aceptación y engendra un mayor entendimiento. Por ello, para que la rendición de cuentas pueda efectivamente constituir una forma de control sobre el ejercicio del poder, es indispensable que quienes lo ejerzan den visibilidad, difundan y transparenten cómo se toman las decisiones, con qué motivaciones y qué objetivos se pretenden lograr. De esta forma, al obligar a la Administración a divulgar los factores que le sirvieron para adoptar alguna política o decisión pública, no se pretende sólo someterlas al escrutinio público con el mero propósito de exhibirlas, sino de garantizar el derecho de los ciudadanos a recibir explicaciones y justificaciones de los actos de poder. Ahora bien, todo ello en el bien entendido de que la transparencia y la rendición de cuentas son mecanismos para controlar el poder, pero su importancia no radica sólo en su sentido negativo de contención, sino que conllevan un sentido positivo, el de asegurar la participación de los ciudadanos y sus representantes en el ejercicio del poder para hacerlo responsable, a la vez que más eficaz y eficiente, reduciendo los niveles de arbitrariedad y de discrecionalidad y obligando a tener más claros los objetivos y los pasos que deben seguirse para lograrlos.
En nuestra cultura jurídica el acceso a los actos e información administrativa ha pasado a constituir un tema de primer orden en la misma medida en que lo es el principio de transparencia, pues ésta se logra en su mayor parte según el grado de provisión de información de que los poderes públicos disponen hacia los ciudadanos. Como bien afirma Cotino Hueso “transparencia es una medida del grado según el cual la información sobre la actividad oficial se hace disponible hacia la parte interesada”. Por esto no es de extrañar que en los últimos años han sido muchos los grupos sociales que han comenzado a demandar una mayor transparencia administrativa y, por ende, un mayor conocimiento de la información pública, lo que implica tanto un acceso a ella por parte del ciudadano sin necesidad de acreditar un interés legítimo como una publicación de información a iniciativa de las propias administraciones públicas. Pero no basta con eso. El derecho a la información trasciende al propio individuo y alcanza una importante “dimensión institucional” pues sin una información veraz en tanto que aun cuando nadie se haya visto afectado de forma individual por su vulneración, la existencia de información veraz se erige en condición necesaria para el correcto funcionamiento de la democracia, ya que permite aumentar la protección de la Administración contra ella misma, contrarrestar sus prerrogativas y reforzar su control. No debe olvidarse que la información, en sí misma, constituye fuente básica de actuación en cualquier ámbito de la vida social, económica y política y, en consecuencia, requisito imprescindible en el funcionamiento del propio Estado y de la sociedad. De ahí que pueda afirmarse sin paliativos que la emisión y la recepción de la información juegan hoy día un papel preponderante, si bien este deber de información se encuentra flanqueado por dos circunstancias: una, la corrección en cuanto al grado de cantidad y calidad de la que las administraciones públicas dispensan, controlan y suministran; y, dos, por la limitación del deber de secreto y la protección a la intimidad que condiciona de una forma decidida el deber general de transparencia y, por ende, de información. Es frecuente identificar y confundir la información con frecuencia con lo que es simplemente propaganda política o información abstracta sobre la estructura orgánica y objetivos de funcionamiento del ente o del órgano emisor. Si la información suministrada se reduce a eso, sería de una cándida ingenuidad pensar que el objetivo de la información y la transparencia han sido satisfactoriamente cumplidos. Y, por otra parte, la necesidad de administrar y conciliar el derecho de información con su opuesto tradicional, el secreto administrativo. Entre la transparencia total y el secreto absoluto hay graduaciones de distinta intensidad, justificadas por razones de interés público y de interés privado. Como bien afirma Carcassonne “si la manía del secreto es evidentemente inaceptable, la transparencia erigida en dogma no lo es menos. Ella confunde el fin con los medios y bajo un absolutismo, se acerca mucho más al totalitarismo que a la democracia”, de forma que hemos de cuidar no pasar del exceso del secretismo a una nebulosa de la transparencia.
María Jesús Gallardo Castillo
Catedrática de derecho administrativo de la Universidad de Jaén