Legalidad internacional y derecho a decidir – Xavier Pons Rafols

En los últimos meses, desde distintos sectores políticos y sociales, y a falta de otros marcos jurídicos, se ha justificado el derecho a decidir e, incluso, todo el proceso soberanista, en la legalidad internacional. En efecto, cuando más allá del ordenamiento constitucional español y del mismo ordenamiento jurídico catalán -que tiene como norma institucional básica el Estatuto de autonomía- se habla de otros marcos legales o de todos los marcos legales que puedan amparar el derecho a decidir se está pretendiendo, aún de manera eufemística, buscar esta fundamentación en la legalidad internacional. Así se está haciendo en gran parte del discurso político soberanista y entiendo que este pretendido amparo está también implícito en la referencia que formula el párrafo séptimo del dispositivo de la Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Catalunya (Resolución 5/X, del Parlamento de Catalunya, de 23 de enero de 2013) a la utilización de “todos los marcos legales existentes para hacer efectivo el fortalecimiento democrático y el ejercicio del derecho a decidir”. Intentando evitar un aval incondicionado a esta posición o una negativa cerrada a la misma -porque ni una cosa ni la otra son verdades absolutas e irrebatibles en el ámbito del derecho y de la política- creo que sería conveniente intentar clarificar algo estos términos para poder saber, al menos, de qué estamos hablando e identificar claramente qué es lo que puede ampararse bajo la legalidad internacional.

Lo que venimos en denominar legalidad internacional viene configurada por los principios y las normas jurídicas del Derecho Internacional, tal y como han sido aceptados y reconocidos por los Estados. Son los Estados -estos sí, a estos efectos, plenamente soberanos- los que, mediante la expresión de su voluntad, establecen las normas internacionales y los que, con su actuación, dan carta de naturaleza a los principios de Derecho Internacional y a las normas internacionales de carácter consuetudinario. Sentada esta premisa fundamental, debe añadirse inmediatamente que en las últimas décadas han surgido con fuerza y están siendo generalmente aceptados por los Estados -aunque, lamentablemente, no siempre con el estricto cumplimiento que sería deseable- principios generales del Derecho Internacional en relación con los derechos humanos, así como respecto de la extensión de la democracia y del estado de derecho (o imperio de la ley) como sistema político y jurídico donde estos derechos humanos puedan disfrutarse y garantizarse. Es decir, aún con demasiadas debilidades, puede afirmarse que la actual legalidad internacional recoge como un principio fundamental el de la promoción y protección de los derechos humanos, de donde se derivan otros principios como, en lo que a nosotros interesa ahora, el principio democrático.

Así lo expresaba hace más de sesenta y cuatro años la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, cuando, entre otros elementos, subrayaba que es “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho”. Este mismo texto proyectó también claramente el concepto de democracia al establecer que “la voluntad del pueblo será la base de la autoridad del poder público”. Bajo esta misma perspectiva, y más recientemente, el Documento Final de la Cumbre Mundial celebrada en el año 2005 vinculaba directamente los derechos humanos con el imperio de la ley, o la Reunión de Alto Nivel sobre el Estado de Derecho en los Planos Nacional e Internacional, celebrada en septiembre de 2012 en las Naciones Unidas, reafirmó el compromiso internacional respecto del estado de derecho. Dicho de otra manera, y en los términos utilizados -a veces a la ligera- en el actual debate político, cabe señalar, sin ningún género de dudas, que en el Derecho Internacional contemporáneo se postula que la voluntad popular es la fuente de legitimidad democrática que es, a su vez, la base de la legalidad y el sustento del estado de derecho.

Desde 1977 España ha ido ratificando los principales convenios internacionales en materia de derechos humanos, en el plano universal y en el plano regional, y como Estado Miembro de la Unión Europea está también plenamente comprometida con la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Entre estos textos internacionales en materia de derechos humanos cabe subrayar, a nuestros efectos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ambos de 1966 -ratificados por España en 1977 y plenamente incorporados en nuestro ordenamiento jurídico-, cuyo artículo 1, idéntico en los dos textos, establece que “todos los pueblos tiene el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”. Esta disposición es lo que, doctrinalmente, se ha venido en denominar la “dimensión interna” del principio de la libre determinación de los países y pueblos sometidos a dominación colonial y proclamado en diversas resoluciones por la Asamblea General de las Naciones Unidas desde 1960. Este principio de la libre determinación se dirige a los países y pueblos sujetos a dominación colonial, racista o extranjera y se formula conjuntamente con la denominada “cláusula democrática sobre el gobierno representativo”, conforme a la cual no se autoriza acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con este principio “y estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o religión”. Es decir, en Estados democráticos, con gobiernos representativos, sólo resulta predicable el principio de la libre determinación de los pueblos en su sentido de principio democrático.

En este sentido, constituye una referencia fundamental el Dictamen del Tribunal Supremo de Canadá cuando, en relación con Quebec, estableció en 1998 que si somete a esta provincia canadiense una pregunta clara y una amplia mayoría responde afirmativamente ante un nuevo proyecto de independencia, se generaría entonces la obligación jurídico-constitucional de negociar, por parte de las autoridades federales y las autoridades quebequesas, la modificación constitucional del pacto federativo. Sin embargo, la base jurídica de esta hipotética secesión no la fundamentaba el Tribunal Supremo canadiense en el principio de la libre determinación de los pueblos que consideraba inaplicable al caso, sino que la situaba en el principio democrático, es decir, en la voluntad democrática claramente expresada en un referéndum, debidamente articulada y limitada con los principios constitucionales, el principio federal, el del estado de derecho y el de la protección de las minorías [Dictamen de 20 de agosto de 1998 (Reference Secession of Quebec, (1998), 161 D.L.R. (4th) 385].

Dicho de otra manera, resulta claro, a mi juicio, que el principio de la libre determinación, en el contexto de los Pactos de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, constituye la premisa colectiva de un sistema democrático y de un estado de derecho en el que sea posible el disfrute y la garantía de los derechos y libertades enunciados en ambos Pactos. En este orden de ideas, debe señalarse, por tanto, que no hay ninguna reserva ni incompatibilidad al respecto y que España se ajusta plenamente a los principios y normas establecidos en materia de derechos humanos en el plano internacional que, además, han inspirado todo el régimen de derechos y libertades y que constituyen parámetro interpretativo respecto de las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce.

En consecuencia, puede afirmarse que desde la transición española y la aprobación de la Constitución de 1978 España se halla plenamente comprometida con todos estos principios y normas del Derecho Internacional. En un sistema político como el español -un Estado social y democrático de derecho- es la voluntad popular expresada democráticamente la que da legitimidad a todo el ordenamiento jurídico, así como a la misma organización territorial del Estado. Dicho de otro modo, y respecto de lo que se plantea en términos de derecho a decidir y de expresión de la voluntad popular, entiendo que la legalidad internacional está plenamente imbricada en la legalidad constitucional española, porque se trata de un sistema democrático y un estado de derecho que se rige por el imperio de la ley. Por tanto, la voluntad popular expresada en procesos electorales -realizados mediante sufragio universal y que garantizan la libre expresión de la voluntad de los electores- debe tener, a mi juicio, su correcta traslación en términos de legalidad, convirtiendo los planteamientos políticos en normas e instituciones jurídicas a través de los procedimientos legislativos y con las mayorías requeridas para cada caso, como, por ejemplo, las dos terceras partes de los parlamentarios autonómicos para aprobar la reforma del Estatuto de autonomía.

Este enfoque puede implicar modificaciones legales o adopción de nuevas normas jurídicas y por eso ya existen procedimientos legales para la modificación y desarrollo del ordenamiento jurídico. Las normas legales no pueden constituir, en ningún caso, obstáculos o cortapisas a la voluntad democrática de una sociedad: en un estado de derecho, las normas responden a las necesidades sociales y sólo pretenden satisfacer estas necesidades y el ajuste de los intereses de la sociedad, garantizando así la igualdad y la no discriminación entre todos sus componentes. Se trata, en este sentido, de que la voluntad popular se exprese políticamente y que, por los cauces legales en un sistema democrático -que garantiza los derechos de las mayorías y de las minorías-, los partidos políticos -que, con todas sus debilidades, siguen siendo hoy por hoy instrumento fundamental de participación política- sean capaces de acordar las modificaciones y desarrollos de los marcos legales adecuados, si es preciso con fórmulas innovadoras e imaginativas. Aquí es donde reside verdaderamente la clave de un proceso que se pretende democrático en un estado de derecho, más allá de todos los simbolismos y escenografías políticas que se estimen oportunas.

A mayor abundamiento, la Corte Internacional de Justicia, aunque reconoció en el año 2010 (Accordance with International Law of the Unilateral Declaration of Independence in Respect of Kosovo, Advisory Opinion, I.C.J. Reports 2010, p. 403, reproducida en español en el Documento A/64/881) que la declaración unilateral de independencia de Kosovo no violaba el Derecho Internacional, expresó también claramente que la cuestión que se le planteó no la obligaba a “adoptar una posición sobre si el derecho internacional otorgaba a Kosovo un derecho positivo de declarar unilateralmente su independencia o, a fortiori, sobre si el derecho internacional otorga en general un derecho a entidades situadas dentro de un Estado a separarse unilateralmente de éste”; no pronunciándose, por tanto -aunque así se pretenda afirmar desde sectores políticos y sociales partidarios del proceso soberanista- sobre si el Derecho Internacional ampara procesos de secesión o si, más bien, estos posibles procesos corresponden estrictamente a una dimensión vinculada al principio democrático en un estado de derecho y con un gobierno representativo.

En definitiva, y desde la perspectiva de la legalidad internacional, entiendo que la respuesta a los importantes cambios políticos, económicos y sociales que estamos presenciado a escala internacional, así como la respuesta a las expectativas políticas respecto del derecho a decidir que se han generado en Catalunya -tan legítimas como cualesquiera otras opciones políticas-, deben basarse en el estado de derecho y en el imperio de la ley, la base sobre la que se construyen sociedades justas y equitativas. De conformidad, por tanto, con el marco legal y modificando y desarrollando, si es necesario, este marco legal. Se trata de encontrar entre las fuerzas políticas -sobre la base de las negociaciones y de los consensos, tan amplios como sean necesarios para reunir las mayorías legalmente requeridas- las fórmulas para articular política y jurídicamente este proceso, facilitar siempre la expresión de la voluntad popular y, sea cual sea esta voluntad, negociar y arbitrar en su momento las fórmulas políticas y jurídicas para hacerla efectiva. Quizás sea pedir demasiado, pero entiendo que en un momento especialmente complejo, tanto en el plano global como en el plano local, los líderes políticos deberían estar a la altura de las circunstancias en un escenario y en un mundo que sabemos que es imperfecto.

Xavier Pons Rafols
Catedrático de Derecho Internacional Público de la Universitat de Barcelona

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